Crónicas del desorden
Buenos Aires, 2006.
Ediciones del valle.
Prosa.
Ed è subito sera
La poesía no se puede traducir. Este bellísimo verso que puse como título a esta crónica pertenece al gran poeta italiano Salvatore Quasimodo. En castellano diríamos “y enseguida atardece”. Y no es lo mismo, ni en sonido ni en intensidad. El poema es breve: “Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra, / traspasado por un rayo de sol: / y enseguida atardece.” O mejor. “Ognuno sta solo sul cuor della terra / trafitto da un raggio di sole: / ed è subito sera”. Quasimodo, Premio Nobel de literatura, proporciona una imagen dura y crítica de la realidad. Un poeta inmenso por su precisión e intensidad, por su coraje al habitar los días de su época.
Quienes me conocen saben de mi amor por esa Galicia mítica. No por los gallegos en particular, que se las traen. Galicia, el hombre de a pie, el exilio, la diáspora, son cosas que las nuevas generaciones –de izquierdas o de derechas– no terminan de entender. En realidad no les importa, la desconocen. Y los que supuestamente la conocen son dinosaurios. O peor, “porteños agallegados”. Allí, como en todos lados, a los funcionarios les fascina ver una película de pieles rojas. La preocupación para ellos es tener todo en orden: la raya de los pantalones, el alfiler en la corbata y una buena afeitada. Luego, viejos imbéciles, terminan en un ataúd con una sustancial cuenta en el banco pero duros como un bacalao. Y al recorrido del cortejo. Alguien, funcionario o académico, pronunciará un insípido discurso expresando el afecto general. Con modales jesuitas se saludarán con efusión. Solemnes y opacos. “Porque cantan se creen que son cantores” suele decirme Máximo Paz.
Para los griegos saber es recordar. De ese mundo viene la saudade, la necesidad de un recuerdo, la escatología, la conservación y la pérdida. La otra tierra que amo es Italia, sus diversas y sucesivas graduaciones, la luz del espíritu, su fuerza latente. Admiro ciudades y pueblos de todo el mundo pero amo a Galicia y a Italia. El amor y el deseo mueren pero la saudade persiste. No es duelo ni tristeza, queda claro.
Esta mañana estuve tomando un café con David Viñas. Por lo general en enero y febrero tenemos más tiempo para conversar, para intimar, para hacer la lectura de los diarios subrayando y englobando títulos, palabras, citas. Vamos destrozando noticias con flechas e interrogantes. Las leemos desde otro ángulo, reflexionando, viendo fotografías, abrazos, sonrisas. Una orilla atlántica del cuerpo, una verdad escondida, perseverada. No hablamos nunca de la transitoriedad, de la caducidad, de la muerte. Como idas y vueltas todo se cierra en círculos.
Cuando nos despedimos fui a caminar por calles silenciosas y alejadas del centro. En verano es posible, además conozco los rincones de la ciudad. Calles arboladas y serenas. Entonces vinieron a la memoria mis amigos, mis compañeros del alma. Y esos tiempos terribles del exilio interior. Regresaron los rostros de Roberto Santoro, de Haroldo Conti, de Humberto Constantini. Y Leonardo, Guillermo, Ana María, Cristina, Dardo, Enrique, Julio y rostros cuyos nombres no puedo recordar. Cuánto dolor, me digo en silencio, cuánta nostalgia. Y el regreso del otro exilio, intactos en ternura y vigor: Ricardo Carpani, Osvaldo Bayer, Héctor Ciocchini, Carlos Alberto Brocato, Juan Manuel Sánchez, el propio Viñas. Y esos años de secreto milagro donde compartíamos lo más profundo con Luis Franco, Lucas Moreno, José Conde, Agustín Tavitián, José Gulías, Luis Alberto Quesada, Onofre Lovero, Ponciano Cárdenas, Antonio Pujía, los documentales de Jorge Prelorán...
Líber Forti con su caminar clandestino, encuentros en las madrugadas con actores, periodistas, Juan Lechín, imprentas. Cartas anónimas, miradas insurrectas. Y los anarcos con una entereza de espíritu única, una ética más allá de lo humano. Cuánto me ayudaron, cuánto me protegieron. Luis Danussi, Enrique Palazzo, Roberto Guilera… Y los libros de literatura social quemados, enterrados, dispersos. Y mis hermanas: Raquel y Coca, que todo lo arriesgaron en silencio. Nos sostenía como siempre la poesía, la ingenuidad que conmueve, las páginas de los clásicos, su lectura cautivadora.
A veces son espectros que me visitan en sueños, siempre una nueva parábola. Y así el mundo va teniendo un carácter más privado, más íntimo. El tiempo desconcierta y adultera todo. A medida que pasa agrava y aumenta los golpes: es el camino del bienestar y del poder. De eso conocen las izquierdas y las derechas, del poder. Y los señoritos, y los caballeros normandos. Y supuestos benefactores. Hay seres que me siguen dando asco. Cretinos, decía mi padre.
En mi memoria hay más nombres, tal vez sea injusto no mencionarlos, pero la lista sería interminable. Hubo muchos seres generosos, desprendidos, arriesgaron con desmesura el amor y la pasión. Alberto Olmedo, viejo socialista, cerrajero, era uno de esos hombres. El maestro Renato Ansuini, músico, compositor, amante de la ópera, un gigante itálico desbordante de vida y simpatía, era otro. La temporalidad es retrospectiva y no prospectiva. Sigo caminando y me inserto en el pasado, en el tiempo vivido ya concretado en representaciones evocativas. Voy constituyendo la conciencia entre dos realidades: la que es dada por la percepción de hoy y la de la evocación retrospectiva. Es una posición ensimismada y contemplativa. Es el tiempo emotivo, la presencia de una ausencia ya vivida. En el ensimis-marme devago con los seres queridos, trafitto da un raggio di sole.
Enero de 2006
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