Buenos Aires, 2002.
Ediciones del valle.
Ilustraciones de Juan Manuel Sánchez.
Plaqueta.
Prosa poética.
Voces
De niño mi madre me decía que las voces no desaparecen, que flotan en el cielo, que sólo los poetas podían escucharlas y recogerlas. Que las voces del pasado se escuchan en el bosque encantado o en soledad. O en los manteles flameados de los hoteles de extravagantes ciudades. También contaba que podían llegar con las olas, al caer la tarde, en la fugacidad de la nostalgia, cuando las sirenas regresan de despertar a los marinos ahogados. O en el alba, junto a la rosa azul de Novalis. Mi madre me enseñó a sentir las voces de los pastores en las caracolas donde reinan dulcísimas estrellas y el desvelo del primer pájaro. Ella me dijo que el amor llegaría en una voz insomne, que tendría la invisibilidad del rocío, la belleza y la divinidad de las magnolias, la dicha y la ternura de la ofrenda. Y una adolescente me nombró en el lecho, en la insolencia de sus caderas.
También mi madre me habló de los secretos, de los aromas que se juntan –irremediablemente– en sus cosmogonías. Del cansancio, de la fatalidad, de la insurrección. Aprendí a habitarlas, a sentir cuando el viento tañe su espejismo. Fui remontando en ellas la alegría y el milagro de la vida, el amor que nos vuelve a la melancolía, al ardor de las miradas ausentes. Y a las lluvias de un crepúsculo mágico junto a las nomeolvides.
Ella me contaba que en su pueblo se buscaban con un candil, tanteando el sueño envuelto de los que invocan el alma. “Las voces vuelan, me susurró en lengua amanecida, y ahora están en la pampa, inmersas en la nostalgia de la muerte.”
Así fui buscando la dignidad y el orgullo de los abuelos. Sus voces bendecían mi corazón sin que yo lo supiese. Poco a poco las voces son más diáfanas, más nítidas. Me cantan al oído, rebosantes, me descubren manos nobles y callosas. Soy como un niño cuando vienen a mí. Me siento rodeado de reyes, de una tierna candidez casi olvidada. Me alejan de la demencia y la maldad, del infortunio. Me besan, cede mi cabeza en una extraña hilaza que me asedia. Llaman desde el rumor. Embellecidas, humildes, vanamente sibilantes. El aire entumece lo angélico, la entonación primitiva. Sutiles, extremas, inaccesibles. Dentro y fuera de mi entendimiento.
Escucho sus rituales, la confidente gracia que resucita el tacto. Estremecido. En estas voces bebo los efímeros días que mecen hechizos. ¡Oh, poema y rosa del desorden! ¡Oh, voz vagabunda en el Jardín de Acracia, en la morada del silencio y la palabra!
Carlos Penelas
Buenos Aires, octubre de 2002
1 comments
Este es un poema que me conmuve hasta la última fibra... me lo regalaste, Carlos, el 29 de enero de 2004 en tu casa... gracias,aquella charla fue una gran intellección para mi... Maximiliano Oría.
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