Identidad y compromiso
¿Qué piensa de aquellos que fueron arrojados en una cuneta? ¿O de esos otros enterrados sin notificar ni a la familia ni a nadie? ¿Qué piensa de las fosas comunes, del ocultamiento, de los desaparecidos? Con la mano en el corazón, ¿De qué lado está? ¿Son progresistas ciertos caballeros o intelectuales que desean evitar asperezas? Días pasados lo conversé con mi querido amigo y cantautor Laureano López Lois. Hablamos del juez Garzón, de los medios, de posiciones deshonestas en muchos señoritos que la “van de progre”. Nosotros seguimos hablando de “terrorismo de Estado”. Ustedes, no sé. Aquí, más de una vez -hace de esto treinta años- he gritado en las manifestaciones: “Aparición con vida y castigo a los culpables.”
El hombre se descubre cuando se mide con el obstáculo, me confesó un mediodía Saint-Exupéry. Nadie elige a sus maestros ni a sus ancestros. Descubre que los tiene, una noche en el alba de su vida descubre que los tiene. Y que ejercen una fuerza indiscutible. Decisiva. Porque los ancestros no influyen en uno: nos constituyen. Como los maestros. Uno se da en el acto de amar, independientemente de la posteridad amorosa. De igual manera ocurre con el compromiso, con la honda creatividad en un poema, con la ofrenda de nuestras raíces. Al hombre que ignora quién es, sus semejantes pueden brindarle consuelo. Pero el que sabe quién es, se afirma y difunde su ser. A pesar de las vacilaciones y las incertidumbres.
Un poeta no adquiere su condición de tal sólo por un libro o por una línea. Su obra moviliza impresiones, nostalgias, desprendimientos, amores inseguros. Es portador de estados de ánimos, de sensaciones, de nostalgias. Refleja lo que descubre y lo que intuye. Alejado de los falsos pudores su vocación está en la soledad, en la madurez de la voz, en la ambigüedad de lo cotidiano.
Como siempre, han salido oportunistas a hablar de sus raíces. Y hasta del compromiso social. Han llegado a decir, y nadie respondió, recordando la Guerra Civil Española, que Madrid era “el campo de batalla perforado por los bombardeos, asediado por las razzias y las venganzas de uno y otro bando”. Discúlpenme, compañeros, hay cosas que indignan, que causan malestar. Me irritan. Mi irritan hasta golpear el puño contra la pared. Uno sigue siendo antifascista, antiautoritario. Sobre ciertas cosas no se discuten, sobre ciertos principios no se negocia. Uno tiene una identidad que incorpora a su conciencia. Si no se sabe, si no se conoce, si sólo se tratan los temas con superficialidad, si no se vivió de verdad el desarraigo, la persecución, los desaparecidos por el terror franquista (unido a las posiciones más retrógradas del clero y toda la derecha española) lo único que daremos es una visión edulcorada, una mirada supuestamente académica. Eso pasa en España o en cualquier lugar del mundo. En Argentina o en Chile, en China o en Irak.
Nuestra identidad se completa con Galicia. Y con España, naturalmente. Y luego con Italia, con Irlanda, con Escocia, con Uruguay… Uno es un ciudadano del mundo, aunque resulte antiguo y hasta infantil definirse de este modo. Pero es una realidad: soy la sombra de mi padre, la cara invisible de mis abuelos, aquello reprimido u olvidado por los que se quedaron, por los que quisieron olvidar o distorsionar las cosas. Por eso mi presencia molesta: soy lo reprimido que vuelve, soy el regreso de don Manuel, el regreso de María Manuela, el regreso de don Pedro, el regreso de don Tomás. Las voces del silencio, la mirada que cuestiona, el oído atento a las murmuraciones. En mi están ellos, y están para contar, para hablar de otras historias, de otros desaparecidos, de otros fusilados, de otros exilios. No los únicos, pero estos también recuerdan traumas y cicatrices. Alcanzan -querido lector- las comodidades del progreso, el consumo del presente. Lo siento. Soy el hijo externado, el hijo exterior. Deben mirarme, soy de la misma sangre pero nací en el exilio. No es una condición sencilla la mía. Porque ahora ustedes deben preguntarse: ¿Quiénes somos, realmente? Y éste, ¿quién es? Y una más ¿Ante quién y para qué soy? Y ustedes ¿Cómo viven sin mí?
No tengan miedo, quiero decirles que sólo soy un poeta, un hombre que divaga como un adolescente sin saber en realidad de aquello que hablan -con el ceño fruncido- los hombres importantes. Soy, si se quiere, un anarquista aristocrático. Tengo hábitos austeros, carezco de deudas, me arreglo con lo indispensable. No sé manejar, por lo tanto no tengo automóvil. No pido herencias, no reclamo nada. Afortunadamente soy casi un desconocido. Además, mis padres me enseñaron a ser tenaz, a ser solidario, a ejercer la libertad. Y que el dinero es secundario, sólo los afectos y la conducta importan. No me tengan en cuenta, mi palabra no vale. Para eso están los funcionarios, los embajadores, los obispos, los financistas, los generales. Y los moralistas.
Carlos Penelas
Buenos Aires, marzo de 2010
0 comments