Un hombre aislado puede ser valiente.
La multitud es cobarde, quizá por economía.
Rafael Barrett
Paisaje fabril (Juan Manuel Sánchez, 1965)
Acabo de regresar del taller de Juan Manuel Sánchez. Esta mañana fuimos a caminar por las calles de Buenos Aires. Miramos edificios, leímos rostros, infancias. Hablamos de compañeros muertos, de los bellos senos de una adolescente, de las caderas de ciertas hembras maduras, de las nalgas de una señora latinoamericana. Recordamos páginas insurrectas de pensadores del siglo XIX, poemas, pinturas, films. Nos mofamos de las nuevas tendencias artísticas, del negocio de las ferias del libro y de las ferias de arte, de la impudicia de nuestros políticos, de la imbecilidad repartida sin escollo. También hablamos de su exilio y del mío. El suyo, en España y en Canadá; el mío, interno. Hablamos de proyectos, del populismo que todo lo ahoga y todo lo confunde. Hablamos del Decamerón de Boccaccio y del Decamerón negro de Leo Frobenius. También lo hicimos de las cátedras pedantes e insoportables de la infatuada. De la Iglesia y de los militares, de los sindicalistas que viajaron a ver el Mundial de Fútbol y del negocio de la pelota. Todo cierra para el imperialismo, todo cierra para la explotación. Laboratorios, botox, pedofilia, Calafate y barras bravas.
Pobreza intelectual, pobreza de espíritu, pobreza de pan. Señalamos lo que nos cuesta desmitificar el arte contemporáneo, el ocultismo, la trivialidad. Lo efímero y lo oscuro en lo político, en lo educativo. La influencia fascista disfrazada de revolucionaria en galerías, diarios y publicaciones. Los discursos militaristas y barrocos, las peroratas y las ínfulas de gobernadores tragicómicos, análisis paupérrimos de intelectuales comprados o alquilados desde el Estado, la fragmentación del periodismo, el talento comercial para engañar y desvirtuar. De lo que fue deporte y ya no lo es. De los comentaristas supuestamente amplios y comprometidos que denuncian parte y lo otro lo gastan en habanos. De los comprometidos a último momento, de los que traicionan lo traicionado. “Ya no existe la izquierda, ahora se llaman progresistas”, me dice con ironía. “No existe izquierda”, le digo. Recordamos los crímenes del stalinismo, le hablé del documental que me emocionó la semana pasada: Francisco Boix, un fotógrafo en el infierno, de Llorenç Soler. Avanzamos por calles y laberintos sociales. Y nos sentamos a tomar un café en un lugar histórico, que por supuesto, dejó de serlo.
En el taller de Sánchez estuve mirando y sintiendo la obra que está a punto de finalizar: Bicentenario. Es, para simplificar, una familia en la calle. La pintura de uno de los creadores del Grupo Espartaco vuelve, regresa con otra paleta, con otro tono, con otra sensibilidad. Pero sigue allí. La miro en silencio, lo miro a mi querido amigo. Me indica líneas, una pintura fresca. Una obra del ser, de lo interior, del compromiso. Ambos vemos lo que muchos no quieren ver, lo que muchos disfrazan, lo que muchos necesitan callar. “¿Cómo se va a llamar?”. “Bicentenario”, me dice. Allí el hombre con la cabeza baja, la mujer en un primer plano; nos mira. Y los hijos. Encerrados todos en un espacio de mutismo. No las fábricas de los años sesenta o setenta, no los obreros con los puños cerrados, no las manifestaciones que nos emocionaban en pinturas imprescindibles de Carpani, Mollari, Elena Diz, Sánchez, Sessamo, Di Bianco, Venturi, Butte… No más miradas amenazantes ni puños ni gestos airados. No más insurrección, bronca o mirada ética. No más campesinos, paisajes fabriles, trabajadores industriales. “Los artistas no podemos permanecer indiferentes…” decían en el Manifiesto de 1959. “El manifiesto hincaba en que teníamos que ser pintores. Todo eso que vivíamos para no caer en un panfleto”, insiste Juan.
Una vigencia indeseada la de Sánchez. Una pintura que comparto, que elevo sobre la hipocresía y la falsedad cotidiana, sobre la corrupción y el engaño de mercaderes y usureros. Que roban, que mienten, que engañan. Una pintura donde la imagen nos trasforma en el otro. “No la pinté para que quede en el taller. Quiero exponerla. No sé dónde.” Lo escucho, lo escucho desde la sonrisa de nuestras miradas, de nuestros silencios. Nos comprometemos con el pasado y con el futuro. Con alegría, con destino de creación. Sobre la mesa del estudio está mi nuevo libro de poemas, Antología personal. “Seguimos, Juan Manuel, seguimos”.
Mientras regreso a mi casa pienso que no le confesé algo. Quise decirle en un momento: “Seguimos siendo exiliados, viejo. En realidad siempre lo fuimos”. Pero no le dije nada. Tal vez porque no es del todo cierto, tal vez porque en unos meses cumple ochenta años. Y es un ejemplo de vida, de honestidad, de vigor. Da gusto tener un amigo así. Inteligente, crítico. Sobre todo en el Bicentenario, donde la gente parece ser feliz y necesita creer lo imaginario. Absurdo, banal, irrelevante. Como todo ser humano que se precie.
Carlos Penelas
Buenos Aires, junio de 2010