Antología personal
Buenos Aires, 2010.
Editorial Dunken.
Ilustración de Juan Manuel Sánchez.
Con dibujos del autor en el interior.
Antología. Poesía.
FERVOR I
En el asedio del día y de la noche
ellos empujan su sangre para morir o vencer.
Libres de metal y corazón y espacio
quieren crear el alba con la rosa.
Celebrará la historia
la pureza
clandestina de sus vidas.
FERVOR II
Volveré a amarte una y mil veces.
Luego, en demorado secreto,
ya definitivamente insondable,
remozará el beso más allá de nosotros.
Y seguirá habiendo un tirano.
Y seguiremos luchando contra él.
FERVOR III
Hay un ritmo de augurios,
vertical en sí mismo,
contra edificios baleados al anochecer,
hay tristezas expandidas
detrás de apocalípticas puertas.
Hay miles de hombres esperando.
Y por encima de la revolución
un cuestionamiento a toda autoridad
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PÁGINA PARA LISANDRO
Jamás he profesado la envidia o el orgullo.
No he codiciado la fama ni el poder.
No he conmemorado las fechas de la infamia.
Cuando las generaciones prodigaron ídolos
yo me negué.
El destino y la ética quisieron que no fuera guerrero.
No conocí el soborno.
Eludí la confesión metafísica.
Jamás creí en el mármol ni en los parlamentos.
Los aniversarios y las victorias
ultrajan mi noche y mi batalla.
Purifiqué mis manos en la amistad.
En el pan cotidiano sentí la sangre
del padre de mi abuelo.
En el recíproco amor de los silencios
amé a una mujer. Amé el mar
en la difícil contrición del alba.
Amé la vigilia,
la alquimia del geómetra,
los ilusorios emblemas del generoso Alciato,
el verso incorruptible de Walt Withman,
la desolada voz que implora el miedo.
He sido devoto del animal que duerme
y del árbol que cambia junto al río.
Con ingenuidad
aún sigo buscando un sólo verso.
(La piedra del destino, 1983)
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Traían en sus ojos el pan de las viriles tierras.
TRAÍAN EN SUS OJOS
a mis hermanos
Regiones húmedas, tumbas de príncipes,
hornos, vinos, cucharas.
Y la costumbre de cantarle a sus hijos
en lenguas primitivas.
Todo crece en el recuerdo indolente
de tanto mar o tanta voz.
La austeridad, la serena medida;
hórreos que llegan con el viento.
(¡Para que no olvide, para que no olvide!)
Justifican lo vulnerable de la vida.
Siento que la utopía me conmueve
con presencias inmóviles
en la contradicción del amor y la sabiduría.
El misterio es una fábula impersonal.
(Queimada, 1990)
CARTA A MARIA MANUELA
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La amada te nombra en el lecho y agradece tu bondad. Gracias a ti existo. Descubro tu presencia en la desventura, en la luz, en el lugar secreto donde me cobijo. La amada desnuda mi cuerpo y dice frases de amor desesperado. Y celebra en mi frente tu mirada, los fuegos enterrados, la aventura de las constelaciones.
Venías de un reino de pastores, de súplicas abandonadas. Eras solitaria y secreta. Desde el desgano te veo desafiante. De mi padre heredé el escepticismo, cierta fatal melancolía. De vos, madre, ternura y sortilegio. Las vulgaridades de la alabanza o del poder no te tocan, no alcanzan la hondura de tu existencia.
Como Ariadna o Diotima la amada aborda mi canto y habla de la resurrección de las almas, de los misterios sagrados. “Orfeo – me dice – la desmesura te llevará al exilio. Serás el príncipe desterrado”. Detenida queda la antigua voz en el agua estrellada. Se renueva la infancia en el aire de los robles orensanos, en el sueño órfico y marino. Mi corazón está hoy en esos prados.
Madre, camino los huertos de tu tierra. Busco los signos en pórticos mientras recuerdo los cuentos de la niñez, tu canto en la mañana mientras ordenabas el hogar. En una caracola me enseñaste el oscuro murmullo del mar. Mi amada dice que tú me has hecho poeta con la plegaria de los antepasados.
Siento que tu abrazo serenaba mi alma. Madre, soy el mismo hijo rodeado de misterio, el hijo que ahora busca la piedad en el recuerdo y la congoja.
Allí estuvimos. Dormidos de futuro,
en barricadas redentoras de museos,
conjurando pianos, óleos, manuscritos.
Invadiendo los poros, el principio y el fin de las estrellas,
el hiato entre lo finito y el océano.
Así íbamos recorriendo el ocio, el devenir,
los nombres que abrigaron la infancia,
levantando paraísos y bandadas de pájaros,
alzando lo sagrado en la ternura,
con camelias ácratas entre alondras y hocicos,
citando a Trostky, a Cohn-Bendit, a Pasolini,
moradas deslizantes y sueltas,
trovadores místicos nimbados de esplendor.
Íbamos a barlovento, abiertos de verano, desnacidos.
Y la quimera acrecentaba nuestra risa,
despertaba al viento en un domingo rojo.
El tiempo era inocente, distraído.
La muerte una herida rebelde innominada.
Escribíamos muros con palabras bellísimas,
íconos con estrellas aterrando a burgueses.
Escuchábamos la hondura y el latido del alma
insondable como el cosmos.
Llevábamos una cítara traslúcida
para besar la espuma de los días.
Para hablar de Sarrazin en andenes del sur.
Respirábamos lo edénico, el tumulto,
los sollozos del mar, la singladura de los ángeles.
Perdurable es el aliento del follaje
como tu bondad ascendente
sobre la mirada de los hijos.
(El aire y la hierba, 2004)
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