Antofagasta
Cuando en la tarde aparezco en los espejos…
Jorge Teillier
He descansado poco. Todo fue muy intenso. Cada tanto, ahora en Buenos Aires, llegan imágenes, voces, mareas. Llegan gaviotas y pelícanos entre barcazas milenarias. La verdad poética nos une y nos sitúa en una región de paz, en una zona de utopías y velas, en un itinerario de motivos aéreos que nos proponemos transitar.
Es entonces cuando recuerdo largas caminatas con Rubén Derlis, hablando de revoluciones y de bellas mujeres. Recordábamos la ética en la cual fuimos educados, en la conducta de nuestros poetas mayores, de los militantes mayores. Hombres honestos sin fisuras ni grietas ni sospechas. De cuando afirmamos que el gran problema nuestro era el peronismo, “una actitud de fe”. Y volvían lo nombres de la épica, el seno fecundo de la tierra, las cosas que suceden para que el poeta las traduzca.
Recordamos con Mario Artigas Contreras y con Omar Pérez Santiago -generosos amigos, poetas del vino y la ternura- las formas de Gabriela, los versos de Pablo de Rokha, de Neruda, de Huidobro. Dos compañeros con los cuales uno recorrió los mundos del exilio, las banderas de Allende, los secretos del ser ante el dogmatismo y la desesperanza. Entonces venían Trosky, Bakunin, Rosa de Luxemburgo, Durruti, los crímenes de Stalín. Y el fantasma de Termidor: Robespierre, Saint-Just… Y otra vez con ellos, brindando por los sueños, recorriendo poetas suecos o polacos, evocando a Camus, a Celan, a Darío. Y la mirada descubriendo la presencia del tiempo.
Junto a ellos, Patricio Rojas reunía poetas, musiqueros, historiados, teatreros. De su mano, artesanos -cordiales, bondadosos- vinculando el cielo y la tierra en la fraternidad del canto y de la forma. Patricio unía con hospitalidad esos temas aéreos, esa comunión infinita del asombro y la risa, de la ingenuidad y la integración definitiva. Hablamos de la falacia del mundo, de frivolidad y de corrupción. Decíamos mineros, Iquique, Borges, Ovidio, Ángel González, Pasolini, Cuba, Andrés Sabella. El mundo recorría nuestras mesas, nuestros caminos, la mar de los arcanos.
Conversé con Soledad Fariña Vicuña. Escuché su posición política, clara y firme, su poesía, sus ancestros gallegos, su devoción libertaria. Y todos juntos recordamos fantasmas: la Internacional, Violeta Parra, Zitarrosa, otras banderas, otras biografías. Llegaron anécdotas, carcajadas, brindis. Arribaron a la casa de Cristian Muñoz, llegaron con el tabaco y el alba. Brindamos, una vez más, por la memoria de Salvador Allende pues era el 11 de septiembre. Y dejamos a un lado todas las formas triviales de la cultura.
Pero antes, la música tocada en los salones filarmónicos, regresaba con La estudiantina Los Pampas. Y en el desierto más árido del mundo, en el desierto más seco del mundo, escuchamos algo de aquella pampa salitrera, de lo que se tocaba en las oficinas salitreras: “Josefina”, “Y la luna también sonríe”, entre otros temas. Y el salón se llenó de música y esplendor.
Un domingo partimos al desierto. Un día viajamos junto a Jorge Molina Carcamo -ex Intendente de Antofagasta durante el gobierno de Ricardo Lagos- para conocer lo fantasmal, lo metafísico: el Museo del Salitre de Chacabuco. Jamás olvidaré sus palabras, sus evocaciones, sus historias. Camino a Colama, a cien kilómetros de la ciudad, la oficina de salitre que se construyó entre 1922 y 1924, cerrándose en 1934. Ese camino desértico nos llevaría a una ciudad fantasma, una ciudad que habitaron seis mil almas, que crearon los ingleses. Una ciudad destruida por el tiempo y por el hombre. El sol cayendo sobre techos vencidos, el sol sobre calles vacías y ventanas solitarias. Una ciudad desierta en el desierto, una ciudad con energía mística, dolorosa. Uno entraba en habitaciones, en cuartos; tocaba sus muros, la tierra de los pisos. Una ciudad donde hubo cancha de tenis y de básquet, cancha de criquet y de fútbol. Donde existió un correo y un casino con juego de pool para los administrativos. Y entonces una visión surrealista: un teatro, un teatro en pie, un teatro en el cual se volvieron a dar dos conciertos el año pasado. Un teatro vacío pleno de sacralizad, de melancolía aristocrática, un teatro donde, además, se poryectaba cine. Recorrimos salas, palcos, su escenario. Allí Mario leyó, en un ámbito de acústica irreal, mi poema El mirador de Espenuca.
Y fuimos a rendir nuestro homenaje. En esa ciudadela, durante la dictadura de Pinochet existió un campo de concentración. Vimos, estremecidos, algunos alambres de púa sobre un muro, recorridos cuartos con leyendas, grabados sobre paredes, nombres con fechas como emblemas del horror y la muerte. Cada uno guardaba en sí su angustia y su memoria. La muerte presentada como pérdida de una luz sutil.
Antofagasta fue una renovación en mi vida. La llevo en el corazón. Un significante de espiritualidad, de amor, de lo bello. Una vibración luminosa que forma un halo alrededor del cuerpo. Comprobé que la felicidad, como la libertad, es azul y alada. Y roja también, como una abstracción lírica. Visionar es ver desde un lugar del espíritu, captar y recibir el mensaje de los otros, desterrar la tristeza. Como ese mar o ese mercado, eternos testigos de amistad entre poetas.
Carlos Penelas
Buenos Aires, septiembre de 2010
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