Navalafuente no es nada. Apenas una pequeña villa de Castilla, perdida en las estribaciones de las sierras de Guadarrama. Un pueblito con una calle que se llama Travesía del Peral, con algunas casas, algunas tabernas, una panadería, unas vacas con cencerro que se las escucha de lejos. Y un arroyo con un sendero silencioso que con toda seguridad Azorín hubiera recorrido a gusto. Como en casi todos los pueblos de la zona se conserva el Potro donde se herraba al ganado. También hay unos toros de lidia y algunos caballos que pastan olvidando el tiempo y la sequía. Y una iglesia. Y una escuelita que en invierno mira la blancura de la nieve en las montañas. Una escuelita limpia y diáfana donde concurren los niños con sus canciones.
Navalafuente no es nada. En este pueblo di una conferencia recordando el centenario del nacimiento de Miguel Hernández. Y unas niñas de la escuela leyeron poemas del poeta nacido en Orihuela y muerto en una cárcel de Alicante. En una casa de esta villa habitan tres pequeñas hadas: Florencia, Sol, Camila. Una casa sencilla, de una dificilísima sencillez de vida. En esa casa habitan los padres de las princesas: Patricia y Ariel. Y doña Carmen, la madre de Patricia. Y Wendy, una perrita juguetona que solía saltarme en la cama y buscarme por las noches para que la llevase al monte. Ellos son mis amigos, me protegieron de la vida, me dieron afecto, ternura. Y generosidad. De manera cotidiana, instintiva, natural. Son de una bondad que da envidia. Una sana envidia, desde luego. Soportaron mi humor, el bueno y el malo.
En más de una oportunidad llevaba a Camila a la escuelita, por la mañana. Me ponía el abrigo y la boina que me regalaron en Compostela y la llevaba de la mano. Y hablaba con el maestro; saludaba a otros niños y a sus madres. Luego regresaba para desayunar y recorrer el mundo. Con Rocío y los amigos. Porque en Navalafuente pude descansar de la intensidad emocional de Compostela, Fisterra, Betanzos, A Coruña, Coirós, Gijón, el mar Cantábrico, Oviedo…
Navalafuente es todo. De allí partí para conocer Torrelaguna, en el límite con la comunidad Castilla-La Mancha. Estuvo habitada por celtíberos y romanos. En la Iglesia Parroquial de la Magdalena , de tipo basilical, descubrí la tumba del poeta judeoconverso -del prerrenacimiento español- Juan de Mena. Un poeta culto, con la tradición galaico-portuguesa. También visité el Alfolí de la Sal.
De Navalafuente fuimos a Buitrago del Lozoya, con su recinto amurallado, para admirar la colección de Eugenio Arias en el Museo Picasso. Y en Robledillo de la Jara admiré la Taberna Museo, un museo etnográfico, en la calle Soledad 12.
Como dije al comienzo, Navalafuente no es nada. Es una villa donde el silencio nos hace ver nuestro interior. En la casa de Ariel y Patricia, en ese pueblito, almorcé un sábado con Marisa López Penas, autora junto a José Antonio Marina, de Diccionario de los sentimientos. Crecieron los aires al evocar revoluciones, textos, pensadores, vocablos hermosos. Y recordamos a Amancio Prada.
Un día fuimos a Patones. A Patones de arriba, para ser más precisos. Una ilusión, un pueblo mágico, con leyendas napoleónicas y mitos desde la edad de hierro. Tuvo un rey el que “vendía carguillas de leche en Torrelaguna”. Patones de Uceda, Juan Prietto, 1769. Ecomuseo de la pizarra, arquitectura negra, ejemplo de arquitectura de pizarra de España.
Pude hablar con doña Tomasa, una mujer de 89 años, una mujer que nunca salió de su villa en La Puebla , el punto más lejano de Madrid, el último. Un milagro el paisaje, las casas, los chorizos, el vino y la tortilla. Y la gente.
Navalafuente no es nada. Desde allí fuimos a Pedraza, al castillo de Zuloaga. Y a Manzanares El Real, al castillo de Santillana. Y Guadalix de la Sierra , donde se filmó Bienvenido Mister Marshall, de Luis García Berlanga. Todos los días recorríamos las carreteras en busca de bosques, alturas y secretos. Sigüenza, Alcalá de Henares, Ávila, La Granja de San Ildelfonso, Valdemanco, Miraflores…y por supuesto Madrid, con sus museos, sus cafés, sus rincones míticos, sus parques.
Al hablar de Navalafuente surgen imágenes, nombres, recuerdos de lecturas. Vicente Alexandre, Santiago Ramón y Cajal, Cervantes, Santa Teresa, San Juan de la Cruz , Gabriel Miró, Clarín, Jovellanos, María Rosa Lida, la Catedral de Santa María de Sigüenza, Miguel Delibes, Gloria Fuertes, Pedro Salinas, José Hierro…
Ahora estoy en Rascafría, en el Monasterio del Paular. En La Cabrera recorremos el Convento de San Antonio con un monje argentino. Anoté en mi libreta una calle de Madrid: Calle de la Melancolía Alta. Recuerdo un gorro calañés en una sombrerería de la Plaza Mayor , unos buñuelos de viento de Casa Mira, fundada en 1842. Recuerdo el restaurante El Botín de 1725, el más antiguo del mundo. Sé bien, como señaló Fernando Pessoa, que “…los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”. También viene a mi memoria el Monasterio de San Pelayo de Ante-Altares de Santiago de Compostela. Y el Hotel Maycar, don Marcelino y doña Carmen. El Derby y Miguel Anxo Fernán Vello y el restaurante Vila, en Puerto de Lorbé. Y la Plaza del Obradoiro. Y don Roberto Lamas, un caballero español al borde de la mar. Está claro que cada hombre lleva en su mente una ciudad, un bosque, una mujer, hecha sólo de diferencias, sin figuras ni formas. Todos los viajes son partidas; jamás se regresa, jamás podremos explicar ese otro viaje iniciático.
La belleza crea amor, escribió Lisias. Navalafuente, la otra España que hay en mí.
Carlos Penelas
Buenos Aires, noviembre de 2010
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