A mis abuelos
Han pasado muchos años. Siento que debo confesar lo Ãntimo, trasmitir aquello que tal vez otros sientan o imaginen. Entender o intentar entender nuestras raÃces, nuestros dioses ocultos. Comenzaremos entonces, de la manera más sencilla, más sincera. Nunca me atrevà a decirles ciertas cosas a mis padres o a mis hermanos. Tal vez temÃa un rechazo. Ahora creo que era la imposibilidad de franquear una barrera invisible detrás de la cual cada uno de ellos estaba parapetado. Decirles que eran buenos y nobles, que los querÃa. Comentarle a mi madre que le quedaba muy bien ese sombrero pequeño con medio tul sobre el rostro, que la hacÃa una mujer fina, delicada. Todos eran corteses, conciliadores a veces, pasivos en ciertas circunstancias, pero también aislados, guardando una distancia que marcaba un universo. Por momentos capaces de cóleras inmediatas y absolutas, como en mis padres y hermanos. Sospeché que ciertas cosas venÃan de mis abuelos y de los padres de mis padres. Esas cóleras eran muy parecidas a un fenómeno natural.
El trabajo en el campo, el morral de provisiones, un queso, media hogaza de pan con una tortilla de papas preparada por sus mujeres. La dureza de sus dÃas, la escasez del guardarropa, los hijos por criar y los hijos muertos en la infancia. O nacidos muertos. Siempre miserables o pobres. Jornaleros, analfabetos, sin otro destino que la primitiva fuerza de sus brazos. Orinaban sus manos en el frÃo, se curaban sus heridas con las telas de araña. Me imagino que tenÃan un aire temeroso y sumiso. Pero distante. Inhibidos por la fatiga, por la incapacidad de expresión, por la dura jornada de trabajo al servicio de un mandato divino. Los dÃas de caza con la escopeta de dos caños era una fiesta, como la de los grandes señores. Los suelos lavados de rodillas, los suecos en la puerta, los hombres acumulando existencia y soledad.
Nunca oà quejarse a mis progenitores. Salvo para decir que estaban cansados o criticar a los señoritos, a los dueños de horca y cuchilla, pero esto último era un discurso de don Manuel, mi padre. No hablaban mal de nadie o lo hacÃan diciendo que fulano era vanidoso o mengano avaro. Tampoco los escuche reÃrse a carcajadas.
De niño me gustaba abrir los cajones del trinchante, el tocador de mi madre - doña MarÃa Manuela - el aparador de la cocina. En esta última buscaba chocolate de taza. El trinchante o el tocador era para encontrar huellas, secretos, cosas que suponÃa podÃan revelarme algo misterioso. Arriba del ropero de luna sabÃa que no debÃa mirar ni tocar. Estaba el revólver de mi padre, el Smith & Wesson lustrado, envuelto en una franela.
Con el tiempo descubrà otras casas más ricas, cuadros que atiborraban las habitaciones, muebles de estilo. En casa también los habÃa pero en menor cantidad. TenÃamos algo que en pocos hogares habÃa visto: una biblioteca de pared a pared. Y otras más pequeñas en cada habitación de mis hermanos.
Mis abuelos habÃan crecido en una pobreza desnuda como la muerte. Los hijos debÃan tratarlos de usted. Los veo en una fotografÃa, en un patio con parra, en Piñeiro. Serios, con cuello limpio y corbata, marcados por el destierro, por las bolsas portuarias de Ingeniero White. TenÃan aire de pastores endomingados. Vestidas de negro, en las tardes soleadas, las mujeres se sentaban en cÃrculo en una habitación pobremente amueblada, con sus muros encalados de lloviznas, escuchaban una gaita, el ulular del monte, el llamado de un lobo. Inocentes, ingenuos, con un apetito de vida devorador, tratando de asimilar, de comprender ese mundo desconocido.
De mi infancia me quedó el placer de echar baldes de agua sobre las baldosas del patio. El olor a alcanfor, la lejÃa, el almidón. La lavanda, los canarios, el moño azul. El guardapolvo blanco recién lavado y planchado, la panaderÃa del barrio, el fútbol. La generosidad infatigable de mis padres, las razones para envejecer y morir en rebeldÃa, sus razones para vivir y compartir el corazón con otros seres.
Usaban sustantivos comunes. En casa de sus patrones conocieron los sustantivos propios. HabÃan trabajado toda su vida. Un dÃa los enviaron con uniforme. Algo decÃan en los papeles que un servil les ordenó cumplir. Uno a Marruecos; como guardia y cañonero del rey al otro. No sabÃan leer ni escribir pero estuvieron defendiendo el honor y la dignidad de una patria que ignoraban. Casi ocho años de soldados. Sin un céntimo, humillados por otras voces, por otras tierras. Una de mis tÃas estaba orgullosa de su padre por haber servido a Alfonso XIII. Mi pobre tÃa que nació en estas tierras y debió trabajar desde los diez años.
La pobreza no se elige, se conserva, pasa de generación en generación. A través del silencio, de la mirada, del recuerdo. De los remiendos, del rubor, de los abrigos dados vuelta. En los muelles, en el llanto oculto, en los pañuelos blancos despidiéndose, en el abrazo a la mujer y a sus hijos antes de embarcarse. No tenÃan idea de la historia ni de la geografÃa. SabÃan del mar, de otras tierras, de paÃses que les sorprendÃan sus nombres. Eran gallegos, de la Galicia interior, campesina. DesconocÃan el castellano, no sabÃan que era un archipiélago, no imaginaban la belleza de un endecasÃlabo. Casi no habÃa diversiones en sus vidas. Nadie habÃa pensado nunca que hubiera otras vÃas fuera del esfuerzo bruto para obtener el dinero necesario para vivir. Y esas eran lecciones de coraje, no de moral. Por nuestros antepasados nos definimos ante los ojos del mundo.
Apenas conocÃan un poco sus historias y la de aquellos que querÃan, sus vecinos. No podÃan respirar la noche del mundo. Sólo la noche de la aldea. Una vez mi abuela escuchó “hay que rezar”. Y ella respondió, “sÃ, señor cura”. Y lo hizo por el resto de sus dÃas. Aprendieron a vivir sin lección y sin patrimonio. En la oscuridad o a la luz de un candil miraban la desgracia que no entendÃan.
A veces olÃan a sombra fresca y a anÃs. Eran seres fuertes pero inválidos. Aceptaban todo lo que no se podÃa evitar, pero en el fondo conservaban una negativa, algo inquebrantable. Ahora, adulto, comprendo que me legaron una herencia evidente y segura. Ellos, que apenas dispusieron del tiempo necesario para tener hijos y enterrarlos, educados en la sumisión, uncidos a un trabajo extenuante, me ofrendaron la poesÃa. Me hicieron rebelde. Cada uno de ellos, a su manera, era un maestro “délfico y solar”, abrÃan caminos. Desde el poema he intentado dignificar sus vidas, el calor de los mitos, el saber de la tierra. Ahora siento que la biblioteca es un espacio robado al bosque, al mar, a la invisibilidad. La imaginación convierte el lenguaje de los sentidos en lenguaje de la memoria. Cada sueño es un emblema cargado de significación como aquellos talismanes que guardamos en nuestra alcoba, en nuestro escritorio. El poema recoge la fuerza emanada por los astros.
Carlos Penelas
Buenos Aires, enero de 2011