Luis Franco es Belén
El azar o el destino hicieron que viviera un momento único, histórico. Pocas veces en mi vida me conmovió tan profundamente una vivencia. Inolvidable por su ternura, por las circunstancias, por lo irreal. El corazón se salía del pecho y tuve que contener las lágrimas hasta donde pude.
Subí a la aeronave Metro III, propiedad de la Dirección Provincial de Aeronáutica de Catamarca, a las ocho y media, el miércoles 31 de agosto de 2011. Junto a mi Claudia Ferreyra, Secretario de Estado de Cultura; Leopoldo Luis Franco – único hijo del poeta – Yolanda Lescano, su esposa. Y los tres nietos de don Luis: Javier Eduardo, Marcelo Leonardo y Daniela Noemí. También viajaba con nosotros el biznieto de un año y medio, Benicio, con su madre. El comandante, serio y emocionado como todos, era Juan Guillermo Dré. Compartía la cabina el piloto Carlos Alberto Álvarez. Llevábamos los restos, se repatriaban los restos de uno de los poetas y escritores esenciales de nuestra literatura. Uno de los pocos hombres éticos que dio esta tierra, uno de los intelectuales más coherentes de una América mestiza: Luis Franco. Después de veintidós años regresaban a su tierra natal.
No fue fácil el trayecto ni fue sencillo controlar la memoria emotiva. Embargo y felicidad, congoja y esperanza, se confundían. Franco fue un hombre que odiaba los homenajes, que rechazó cargos, que nos enseñó a decir que no a todo o a casi todo. Esta vez había que elevar su ejemplo, su pensamiento, su insurrección, su obra. Y todos, absolutamente todos, colaboramos desde distintas ópticas, desde distintos lugares. Y fue posible vivir horas difíciles de olvidar.
Durante el vuelo se habló de él, se contaron anécdotas y nos confiamos intimidades. Estaba don Luis pero también venían los fantasmas de sus días, los amigos, las posiciones irreductibles. Al llegar al aeródromo de Londres la emoción nos desbordó. Observábamos consternados -mientras la aeronave descendía- a un pueblo en dolorosa expectativa. Camionetas, motos, bicicletas, hombres de a pie y hombres de a caballo. Filmadoras, cámaras fotográficas, periodistas mezclados entre gente sencilla, gente humilde que venía de lugares distantes, de otras provincias. Luego todo fue pasión.
El transporte de su féretro cubierto por un poncho en un carro. Los gauchos rodeando a ese hombre campesino, poeta, iconoclasta. Un trayecto inimaginable. Con niños saludando desde el borde del camino, con delantales blancos y ojos inmensos, los padres y las madres saludando con sus manos, vecinos acongojados sin creer en lo que sus ojos le mostraban. Iban por amor. Allí no se regalaba nada, no se daba nada, no se prometía nada. Maestros, hombres maduros caminando, curtidos, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. Se agregaban al pasar todo Belén, por caminos, por senderos, desde las casas sencillas.
Había banderas argentinas, banderas catamarqueñas. Unos niños sostenían un género blanco donde se leía: “Belén es Luis Franco”. Un gaucho a caballo, con un cartel hecho a mano: “Bienvenido a Belén, Luis Franco”. Otros: “Llega el poeta a su tierra”, “Luis Franco, el poeta de Catamarca”, “Luis Franco descanse en paz”. Una bandera roja: “Luis Franco, marxista y ateo”. Y las paredes blanqueadas con leyendas suyas, con sus versos. Y el coplero “Chato” Bazán elevó las palpitaciones hasta el vuelo de los cóndores en una Catamarca de cielo y tierra.
El gobernador, Eduardo Brizuela del Moral estaba en el primer auto. Él, muchos años atrás lo nombró Doctor Honoris Causa de la Universidad de Catamarca, cuando era rector. Gente de la cultura, con distintas posiciones, con diversas ideologías, lo admiraba. Entendían que era un ser diferente, un hombre insurgente. Días después señalé en el Colegio Nacional de Catamarca – como lo había hecho el día anterior en la antigua casona de la Fundación Carreras - que si uno leía y admiraba a Juan de la Cruz o a Luis de León -siendo ateo- porqué un creyente no puede admirar y difundir la obra de un poeta enorme que no es creyente.
La obra de Luis Franco se eleva entre la jactancia y la mediocridad de una sociedad, entre la miseria del egoísmo y la demagogia, entre la angustia y el énfasis de los desposeídos. Tiene belleza y tiene claridad. Carece de resignación, no calla. Quienes lo conocimos en profundidad, quienes lo amamos y discutimos con él, quienes lo admiramos y descubríamos su firmeza, este regreso nos llenaba de compromiso. Una vez más, para siempre.
De manera consciente o inconsciente se lo resistió toda su vida. Una ancha capa de nuestra sociedad y de nuestra intelectualidad no lo quiso. No le resultaba simpático. Él buscaba una nivelación para arriba. Criticó siempre las pompas, lo exaltado y halagador de los gobiernos de turno. Señaló sin tapujos la publicidad engañosa como los códigos estalinistas o populistas. Desconfiaba de las muchedumbres tanto como de la oligarquía, de la barbarie tanto como de los próceres. Por eso su pensamiento está ligado en gran medida a la figura de Domingo Faustino Sarmiento, no al legalizado con pasaporte, no al abanderado ante escribano público. Supo hablar del caudillaje montonero y al caudillaje de levita. Supo hablar de las revoluciones cesáreas y de las revoluciones traicionadas, de la beatería del más allá y de la mojigatería que da espanto. Pero eso no lo cegó para admirar a uno de los hombres íntegros de este territorio como fue el Dr. Arturo Umberto Illía. Esa era su amplitud de criterio, esa la diferencia con el dogmatismo de derecha o el de izquierda.
Han pasado décadas de su muerte pero el populismo de entonces sigue vivo. Como sigue viva la mezquindad, la barbarie del hormigueo ideológico. Y lo más rancio y reaccionario de una sociedad.
Dijo: “La Naturaleza, junto con el orden moral, está por encima de lo que llamamos civilización, que es lo que desnaturaliza al hombre”. Es una voz continental que viene junto a Lugones, Whitman y Darío. Su nombre puede nombrarse al lado de César Vallejo, Ricardo Molinari o Jorge Luis Borges.
Franco fue un verdadero transgresor, un rebelde en todo el sentido de la palabra. Su amistad con anarquistas comprueban su espíritu libertario. Su vida es una clara enseñanza de libertad, de conciencia crítica, de elevación ética. Señalaba constantemente que pensamiento y acción deben ir de la mano. Lo contrario es burocratizar el pensamiento. Mostró en sus ensayos como el hombre es hacedor de sus dioses y de sus fetiches.
En sus páginas advertimos otra enseñanza: la rutina de los hombres y su carencia de voluntad para dejar de ser esclavos. “Soy ateo calado hasta el hueso de supersticiones de lo divino”, dijo. Habló del amor carnal y del amor del alma. Y también escribió: “El día que no haya ricos ya no habrá ninguna necesidad de pobres.”
Sobre su tumba en Belén leemos: “Lo más viril del hombre es la ternura”, Luis Leopoldo Franco. Ahora, como siempre, regresemos a sus libros, a sus mejores páginas. Leamos a un poeta inmenso, a un ensayista de hondura voz y verdad, a un desobediente autodidacto que unificó el genio que da la espontaneidad con la reflexión y el esforzado estudio. Por eso recalqué ante su tumba: “En una sociedad corrupta, él eligió ser un hombre digno”.
Carlos Penelas
Buenos Aires, 5 de septiembre de 2011
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