Buenos Aires, 2012.
Editorial Dunken.
Antología. Poesía.
Fotografía de tapa: Emiliano Penelas.
Posición
Y si sólo te hablara
con palabras,
sin comprender el aire
que nos hiere,
cómo ha de ser el puño,
cómo ha de ser el alba
con tus ojos?
¿Y si sólo mis manos
afirmaran tus senos,
qué libertad conquistaríamos,
qué desnudez fabricarán las aves
con nosotros?
¿Y si sólo mi vientre
copula con tu tiempo,
qué hijo anhelará el silencio,
qué sur bautizará
la rosa en su secreto?
¿Y si sólo mi vida con tu vida
coexisten desde el verso,
qué pasión o qué pan
hemos de defender en esta tierra?
(Los dones furtivos, 1980)
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Traían en sus ojos
a Marta y Fernando, mis hermanos
Traían en sus ojos el pan de las viriles tierras.
Regiones húmedas, tumbas de príncipes,
hornos, vinos, cucharas.
Y la costumbre de cantarle a sus hijos
en lenguas primitivas.
Todo crece en el recuerdo indolente
de tanto mar o tanta voz.
La austeridad, la serena medida;
hórreos que llegan con el viento.
(¡Para que no olvide, para que no olvide!)
Justifican lo vulnerable de la vida.
Siento que la utopía me conmueve
con presencias inmóviles
en la contradicción del amor y la sabiduría.
El misterio es una fábula impersonal.
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Graciela Maturo, contratapa
Perry 341
Sólo sé que una vez fui Poncho Negro.
Y otra Sandokán,
enamorado para siempre de Mariana.
Así era yo. Valiente, inesperado.
No había lugar sobre la tierra.
Fui Búfalo Bill, corsario de galeotes, escampavía.
(Estoy viendo la bondad ensimismada
en el volar voluntario de la tarde.
Recogiendo las hojas de los árboles,
llamándome).
Ahora estaba el mar con sus piratas.
Ahora era el sheriff desenfundando el Colt.
En ese tiempo inmóvil no existía el registro civil
ni las hembras dementes
o la sombría sangre de los desaparecidos.
A la hora de la siesta
las palabras latían desde lejos.
Eran campesinos de la guerra de España,
descamisados fecundando su odio,
el fascismo metido en cada sindicato.
Pero a mí me invadían el ocio y la ternura.
Era secuaz del viento en el tranvía,
la imagen deslizante de los cabellos sueltos,
la ciudad protegida por cocheros.
El domingo en forma de Visera;
el fervor era el puño de mi primo
en la tribuna. Y el gol de Ernesto Grillo.
Sentir por la radio que el zurdo Prada
lo tiraba a Gatica. Soñar con esa niña
de ojos claros que vivía en el barrio.
Y conquistar la murga de Portela,
peregrina y errante,
que insolente insultaba a esa vejez tan gris.
La vida era esa bolita azul, una puntera.
La casa de mi tía, la pelea en la plaza,
un zaguán carbonero y carbonario.
Manolete muriendo con su traje de luces.
John Wayne inventando otra historia de cowboy
en el Select Lavalle
desde una diligencia inmemorial.
Mi padre auguraba un futuro sombrío.
Y mi madre bordaba sus congojas
por un hijo perdido en imaginerías.
Mis hermanas invocaban a un dios mitológico
para que yo dejara de creerme Tarzán.
Me olvidaba la pluma cucharita.
No entendía el triángulo isósceles.
Ni las monocotiledóneas
ni a French o a Lavalle.
No memorizaba el caballo blanco del manual.
Sólo los senos prodigiosos de la señorita Gloria.
Bellas eran la imágenes de los libros de Verne.
Los primeros secretos,
la eternidad gozosa ante tanta estupidez.
Era puro el contacto de la lluvia,
los potajes, la fiebre, el azufre.
Las manzanas perfumaban las sábanas del cuarto,
navegábamos en los paisajes de la luna
salvándonos de toda iniquidad, de todo templo.
Eran las moradas rebeldes,
los sagrados rincones
que la mirada perdida recorría
en los dudosos límites de cada profecía.
Así era la luz,
el reino de mis dioses tutelares.
Ahora me observo en esta fotografía.
Admiro mi alborada, mi ajedrez, mi sonrisa.
Esa linterna mágica que convoca los nombres.
Te restituyo las horas del milagro, capitán.
La billarda, la honda, mi caballo ensillado.
Los hijos de la noche deambulaban por la casa.
Se hospedan en palacios,
se cuentan una historia de férvidos vestigios.
Y mis ojos se nublan.
La ausencia nos redime en un recuerdo abierto.
Ahora, que tengo cuarenta y seis años
y me arrojo al mar para salvar a un hombre que se ahoga.
(La mirada roja, 1994)
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Heraldo de la tarde
Veo una nube sobre el cedro,
una vela flotante, un banco de piedra.
Acostumbrado a estar solo,
lejos de las multitudes
- como los pastores –
camino lentamente fumando mi pipa.
Con curiosidad descubro rostros,
miradas, una callejuela del siglo XVI.
Mi imaginación evoca los blancos hombros
de una mujer, el fragmento de una carta sin sobre,
una cantiga de Airas Nunes, el Pórtico de la Gloria.
(Siento el olor de la hierba cortada,
siento un crepúsculo en el silencio de sus ojos).
Dos mariposas blancas revolotean
por encima de mi frente.
Estoy tendido sobre el césped,
no sé si sueño o estoy muerto.
Mientras, un perro se ha echado a la sombra.
Y sonrío. ¿Quién sabe lo que puede pasar?
(inédito, 2012)
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No intento crear la imagen de un
Penelas obediente ni adicto a capilla alguna; el poeta alcanza la sabiduría a
través de su propia palabra, ejercida con constancia y valentía. Y esa palabra lo ilumina, le muestra al
Maestro Interior, el Dios de los místicos que mora en lo secreto del
alma. La luz, luz de los astros y luz
interna, es signo de una ardiente vigilia, que se convierte en ensueño, estado
de encantamiento, penumbra del sentir,
el conocer y el no-saber. Su acordada sabiduría, su tensión hacia la totalidad,
otorgan a la poesía de Penelas una cualidad metafísica que da sentido a la
experiencia y la hace plena. Esto permite al lector, a nosotros, compartir una
suerte de felicidad a la que llamamos belleza.