La poesía nos ofrece el ensueño de las voces infantiles; no la nostalgia indiscutible que tiene todo ser humano, sino las estancias del ser, la sublimación de la luz que hipnotiza la soledad del cuarto. Por eso registramos el follaje, la rama sensible al viento, la vela blanca en la bruma del mar. El poeta se abandona a la intuición, a la contemplación, al espacio que estremece desde el silencio de una visión inmóvil. Crea su infinito desde el gozo secreto. Lo rodea la infamia, la corrupción, la demencia alucinada por la frustración, la desvergüenza de hombres hastiados. Pero su poética nos envuelve en un universo claro, una convicción íntima que hace sensible la palabra, voces modeladas por una mitología del desorden. La inmensidad está en nosotros como la insumisión.
Por momentos asombra en la despersonalización del verso y paralelamente afirma su subjetividad. Destierra el vacío creando los enigmas de lo poético, concilia libertad y destino, azar y fidelidad. Cristaliza y vulnera al amor, halla la medida de sí mismo entre las contradicciones, entre los fragmentos de lo cotidiano. Ofrece su respuesta desde la desesperación y la esperanza. Extrañamente ambiguo, integra la plenitud y el caos.
Sin recompensas futuras se sumerge en la naturaleza tantálica, en la revelación de los vínculos y los afectos. Sugiere un simbolismo sexual en la mujer deseada, en oposiciones increíbles y ciertas, en un fuego sustancial y mágico. La palabra será siempre un vehículo de una vida en permanente cambio, de confidencias; un peregrinaje misterioso y traslúcido.
Carlos Penelas
Buenos Aires, noviembre de 2012
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