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Trascendencia de la literatura norteamericana
El buen lector hace el buen libro.
Ralph W. Emerson
He reiterado en más de una ocasión que en el Profesorado en Letras Mariano Acosta era fundamental el estudio de las lenguas clásicas, la literatura medieval española, italiana, francesa, inglesa y alemana. La formación de esos años giraba en torno a esa mirada. Nos daba solidez, nos enseñaba el mundo del arte en todos sus matices. Profesores como Lorenzo Mascialino (Latín), Germán Orduna (Medieval española) y Julio Balderrama (Gramática) fueron pilares. Hombres reconocidos en las universidades de Europa, de nivel internacional. Hombres que hablaban y escribían cinco o seis lenguas. Balderrama, lingüista, era un símbolo: veintidós idiomas, entre ellos el guaraní. En esa cosmovisión crecimos, aprendimos y nos educamos. A partir de ella podíamos conocer y reconocer el universo que nos esperaba. La sensibilidad, una existencia descubridora con un conocimiento imprescindible.
“La Historia como el drama y como la novela – dice Toynbee – es hija de la mitología…Se ha dicho por ejemplo de La Ilíada, que aquel que emprenda su lectura como un relato histórico , allí encontrará la ficción y en revancha, que aquel que la lea como una leyenda, allí encontrará la historia”.
Esto podemos presenciar en la literatura norteamericana. Sentir la existencia del hombre en la sociedad, el carácter social de la existencia, el espejo que se pasea a lo largo de una travesía, el héroe anónimo con su virtud pública y privada, el hombre en su mundo. Y todo ello desde lo estético, desde la introspección, desde la realidad interna sobre la anécdota externa. Y todo ello con una técnica narrativa impecable; criaturas de ficción que van plasmando una concepción sobre el tiempo, la vida y la muerte.
La tarea del lector es entender y darse cuenta, gozar con lo mejor de las letras contemporáneas, descubrir el privilegio de la palabra, del clima, en una liturgia mágica, conmovedora.
No es nuestra intensión realizar un catálogo en este breve artículo. Simplemente recordar autores que nos fueron ampliando una visión durante más de treinta años. Una aproximación entonces en bloque: Henry David Thoreau, Edgar Allan Poe, Herman Melville, Stephan Crane, Emily Dickinsen, Henry James, William Faulkner, Mark Twain, Jack London, Dashiell Hammett, Truman Capote, Carson McCullers, J.D. Salinger, Ray Bradbury, Ernest Hemingway, John Kennedy Toole, Henry Miller, H.C.Lewis, Alfred Hayes, Cormac McCarthy, Raymond Carver, William Goyen, Paul Auster…
Seguramente faltan nombres. Sin contar a Walt Whitman, T.S. Elliot, Ambrose Bierce, Eugene O´Neill, Arthur Miller o Tennessee Williams. En ellos admiramos ese universo del cual mencionaba al comienzo de estas líneas: simbolismo, penetración psicológica, sencillez expresiva, visión lírica de la realidad, contemplación de la naturaleza, literatura de frontera.
Las palabras pueden inspirar al silencio, al diálogo del silencio. Hay un registro en la expresión de una obra que deparan otros mundos, otras circunstancias. Es cuando llegan las voces que ignoran distancias. De ese pasado nos nutrimos, nos vamos guiando a la habitualidad de nuestros mayores.
Desde lo cotidiano vamos viendo una simbología que nos acerca a zonas íntimas, a zonas interiores. El hombre actual, escribió Orson Welles, sólo está reelaborando todo el patrimonio cultural anterior.
Las lecturas de juventud son por un lado poco provechosas pues hay impaciencia, distracción y falta de método. Por otro lado está la pasión, la propuesta de modelos. Cuando llegamos a la vida adulta nos damos cuenta de ello. Así como nosotros vamos cambiando, leemos por primera vez un libro releído, sucede con frecuencia, a los textos que nos aguardan les sucede lo mismo.
Partimos de una base: se leen los clásicos por amor. No por obligación o por respeto. Y además debemos saber desde donde leemos. Ni la obra ni nosotros somos intemporales.
Recordemos las lecturas que realizó Cesare Pavese de los grandes escritores norteamericanos, los estudios de Italo Calvino, los estudios que se realizan en todas las universidades prestigiosas del mundo. Es que en Estados Unidos se gestó una literatura renovadora, refleja siempre una tendencia de la novela contemporánea: desplazamientos temporales, monólogo interior, corriente de conciencia, la tediosa sexualidad, una crítica a la propia sociedad norteamericana. Además, el advenimiento de los Estados Unidos como nación de poderío mundial no impidió la renovación del localismo centrado de los principios liberales que rigen al hombre medio norteamericano. Son siempre un testimonio de vitalidad, ofreciéndonos la imagen del hombre anónimo transformado en héroe de su aventura. Aventura que entraña la existencia cotidiana. Y el desasosiego, la violencia gratuita, la rebeldía, tortuosas historias de violencia y sexualidad, el clima onírico por momentos, el vigor siempre de sus personajes unidos a la falsa prosperidad, la evasión moral, la incertidumbre. Eso y más nos acerca esta literatura de análisis social, de sentido profundamente individual y sentido crítico de la raíces puritanas de Nueva Inglaterra. La literatura norteamericana tiene una dimensión imaginativa propia, de tonalidades a veces sombrías en una suerte de credo civil.
Recordemos al tomar un libro aquellas palabras de Marcel Proust en Días de lectura: “Sin duda, la amistad, la amistad referida a los individuos, es algo frívolo, y la lectura es una amistad. Pero por lo menos es una amistad sincera, y el hecho de que vaya dirigida a un muerto, a un ausente, le confiere algo desinteresado, casi conmovedor”.
Carlos Penelas
Buenos Aires, marzo de 2014
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