Las fechas suelen traer connotaciones, esa es la razón por la cual en ésta oportunidad las evito. La observación y la memoria confirman cierta melancolÃa, cierto destino que nos une a verdades, a secretas formas de la afinidad. Invocación; imágenes incomunicables que perduran en mà para mejorarme, para ayudarme. Una gravitación personal que corrobora lo Ãntimo.
Siempre he afirmado que somos por el esfuerzo, la voluntad, el talento. Pero también por una familia, por nuestros mayores, por aquellos maestros que nos formaron en lo ético, en la belleza, en la búsqueda permanente de otros mundos. El destino me deparó que conociera hombres que hablaran de solidaridad, de compromiso, de indulgencia; que señalaran una lÃrica hospitalaria, una demagogia no deseable, una sociedad menos infame.
He adoptado con fervor otras familias protectoras que nos ofrendaron cariño, lucidez, felicidad. Las familias que fui conociendo en mi infancia – a través de mis hermanos mayores, a través de mis amigos – fueron extranjeras. Italianos, españoles (particularmente gallegos), franceses, polacos, ucranianos, belgas o judÃos belgas. Todas ellas me hicieron palpitar el fervor de sus mundos, de sus hábitos, de sus comidas. Sus comidas fueron parte de mi cultura como sus retratos y sus historias. En todas descubrà paÃses y la lucha por la libertad. Rozaban -a veces- la épica, la protesta social, el desengaño. En sus casas palpité idiomas, guerras, persecuciones, campos de concentración, números azules en antebrazos, la Ãntima y cálida memoria de sus miradas.
En cada casa, en cada hogar, se registraban nombres socialistas, libertarios, sabios judÃos, pensadores o lÃderes europeos, mártires y proverbios, lecturas bÃblicas, imágenes de santos. Asà evoco, no sin emoción las familias Bernardini, Crespo, Fraga, González, Kurchan, Khon, Bonilla, Rubeaux, Fenara, Caporazzo, Sielski…
Y otras familias que ya no puedo recordar. De las familias que enriquecieron mi infancia quiero evocar a los Sielski cuya amistad fue larga en el tiempo. Tal vez porque hace muy poco falleció Coshu, tal vez porque al terminar mi niñez murió MarÃa Manuela y dormà tres noches en esa casa mientras velaban a mi madre en la mÃa. Esas tres noches mi padre me llevaba a cenar con ellos, entre la confusión y el dolor, desde la fatalidad y el desamparo. Este hecho produjo en mi una mitologÃa privada, un sÃmbolo que predicó lecturas interiores y permanece incólume.
La ternura, el afecto, las caricias y los besos de esos padres han quedado grabados en lo más profundo de mÃ. Una familia de origen polaco y ucraniano. Y dos hijos: el mayor, Coshu; el menor Ñuni. Profundamente católicos sin concurrir a la iglesia, con historias fabulosas o genuinas. Profundamente antiestalinistas, antifacistas. TenÃan humor y anécdotas desopilantes, aún en momentos trágicos. Al entrar a ese departamento el afecto, la simpatÃa se hacÃa presente de inmediato.
Silvio, hijo de Coshu, está radicado en Nueva York desde hace años; casado, vive con su mujer y sus dos hijas. Me envÃa unas fotos y me escribe: “Mi abuelo era Nicolás Sielski, yo siempre lo llamé Lash, recuerdo que decÃa que era de Galitzia, Polonia. Mi abuela, Anastasia Senyk, a quien siempre llamé Ani, nació en Podhorce, Polonia. Aunque Podhorce era parte de Polonia cuando ella nació, anteriormente era Ucrania, ese era el origen de su familia. Mi papá nació en Buenos Aires, Nicolás Alberto Sielski, la familia siempre lo llamó Coshu, y su hermano Ñuñi, que nació también en Buenos Aires, se llamaba Julio Enrique Sielski”.
La cronologÃa y la geografÃa ofrecieron a mi espÃritu otra pluralidad de mundos. Recuerdo -en la lejanÃa- voces, latidos, una prodigalidad de vigilias y descubrimientos. Seres de trabajo, de esfuerzo, de sacrificio. Seres nobles, de amplia sonrisa, rubios, frágiles por la bondad, de inteligencia emocional.
Los Sielski son parte de mi infancia, aquello que uno va identificando con los sueños, con la nostalgia, con el destino valeroso de los mayores. La fluidez y el encanto – de ese tibio ayer, inmóvil - surgen desde sus fotografÃas. Igual que la felicidad, que los sorprendentes jardines de una mitologÃa invisible y poética. Las fechas suelen traer connotaciones, esa es la razón por la cual en esta oportunidad las evito.
Carlos Penelas
Buenos Aires, julio de 2015
Siempre he afirmado que somos por el esfuerzo, la voluntad, el talento. Pero también por una familia, por nuestros mayores, por aquellos maestros que nos formaron en lo ético, en la belleza, en la búsqueda permanente de otros mundos. El destino me deparó que conociera hombres que hablaran de solidaridad, de compromiso, de indulgencia; que señalaran una lÃrica hospitalaria, una demagogia no deseable, una sociedad menos infame.
He adoptado con fervor otras familias protectoras que nos ofrendaron cariño, lucidez, felicidad. Las familias que fui conociendo en mi infancia – a través de mis hermanos mayores, a través de mis amigos – fueron extranjeras. Italianos, españoles (particularmente gallegos), franceses, polacos, ucranianos, belgas o judÃos belgas. Todas ellas me hicieron palpitar el fervor de sus mundos, de sus hábitos, de sus comidas. Sus comidas fueron parte de mi cultura como sus retratos y sus historias. En todas descubrà paÃses y la lucha por la libertad. Rozaban -a veces- la épica, la protesta social, el desengaño. En sus casas palpité idiomas, guerras, persecuciones, campos de concentración, números azules en antebrazos, la Ãntima y cálida memoria de sus miradas.
En cada casa, en cada hogar, se registraban nombres socialistas, libertarios, sabios judÃos, pensadores o lÃderes europeos, mártires y proverbios, lecturas bÃblicas, imágenes de santos. Asà evoco, no sin emoción las familias Bernardini, Crespo, Fraga, González, Kurchan, Khon, Bonilla, Rubeaux, Fenara, Caporazzo, Sielski…
Y otras familias que ya no puedo recordar. De las familias que enriquecieron mi infancia quiero evocar a los Sielski cuya amistad fue larga en el tiempo. Tal vez porque hace muy poco falleció Coshu, tal vez porque al terminar mi niñez murió MarÃa Manuela y dormà tres noches en esa casa mientras velaban a mi madre en la mÃa. Esas tres noches mi padre me llevaba a cenar con ellos, entre la confusión y el dolor, desde la fatalidad y el desamparo. Este hecho produjo en mi una mitologÃa privada, un sÃmbolo que predicó lecturas interiores y permanece incólume.
La ternura, el afecto, las caricias y los besos de esos padres han quedado grabados en lo más profundo de mÃ. Una familia de origen polaco y ucraniano. Y dos hijos: el mayor, Coshu; el menor Ñuni. Profundamente católicos sin concurrir a la iglesia, con historias fabulosas o genuinas. Profundamente antiestalinistas, antifacistas. TenÃan humor y anécdotas desopilantes, aún en momentos trágicos. Al entrar a ese departamento el afecto, la simpatÃa se hacÃa presente de inmediato.
Silvio, hijo de Coshu, está radicado en Nueva York desde hace años; casado, vive con su mujer y sus dos hijas. Me envÃa unas fotos y me escribe: “Mi abuelo era Nicolás Sielski, yo siempre lo llamé Lash, recuerdo que decÃa que era de Galitzia, Polonia. Mi abuela, Anastasia Senyk, a quien siempre llamé Ani, nació en Podhorce, Polonia. Aunque Podhorce era parte de Polonia cuando ella nació, anteriormente era Ucrania, ese era el origen de su familia. Mi papá nació en Buenos Aires, Nicolás Alberto Sielski, la familia siempre lo llamó Coshu, y su hermano Ñuñi, que nació también en Buenos Aires, se llamaba Julio Enrique Sielski”.
La cronologÃa y la geografÃa ofrecieron a mi espÃritu otra pluralidad de mundos. Recuerdo -en la lejanÃa- voces, latidos, una prodigalidad de vigilias y descubrimientos. Seres de trabajo, de esfuerzo, de sacrificio. Seres nobles, de amplia sonrisa, rubios, frágiles por la bondad, de inteligencia emocional.
Los Sielski son parte de mi infancia, aquello que uno va identificando con los sueños, con la nostalgia, con el destino valeroso de los mayores. La fluidez y el encanto – de ese tibio ayer, inmóvil - surgen desde sus fotografÃas. Igual que la felicidad, que los sorprendentes jardines de una mitologÃa invisible y poética. Las fechas suelen traer connotaciones, esa es la razón por la cual en esta oportunidad las evito.
Carlos Penelas
Buenos Aires, julio de 2015