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Sándor Márai explica el peronismo
La literatura, la pintura, el cine, el teatro, el arte nos ayuda a comprender la vida. Buscamos lo bello, lo ético, lo solidario. Y los afectos, nuestro mundo interior, nuestros sueños, lo existencial, lo utópico, lo sagrado del ser. Quienes hemos leído a los clásicos, la visión humanista nos ilumina. Nos hace crecer en la solidaridad, en el compromiso, en valores libertarios y estéticos.
Doy clases de literatura desde hace más de quince años, en 1983 fui Director de los Talleres Literarios y Seminarios de la Sociedad Argentina de Escritores. Escribo y dibujo desde los dieciséis. Dicto clases individuales, salvo un taller literario -con cuatro o cinco alumnos- que disfruto en la Biblioteca Carlos Sánchez Viamonte desde hace seis años.
Hace tiempo que concurre al taller una persona con inquietudes sociales, literarias, culturales. Amante del jazz, del cine, de la narrativa y de la historia es un apasionado de la obra de Sándor Márai. Su nombre: Gustavo Merino. Me une, junto a otros, una amistad que madura a partir de obras compartidas. Hace unas semanas que dijo que quería leerme – el alumno educa al maestro – un texto de Márai que estaba analizando. El libro es Tierra, Tierra, se publicó en España en 1972. Selecciono un párrafo para que lo compartamos. El gran escritor húngaro, un clásico de las letras, describe el comunismo. Nosotros podemos, sobre esa lectura, hacer otra.
Desconfiado lector, deje a un lado sus tabúes, eslóganes populistas y conjuros. Sé que el estalinismo no es el peronismo. También sé que en la práctica el nazismo se parece mucho al comunismo. Y que el peronismo tiene vínculos con el fascismo. Y que el dictador Franco -asesino sin duda- estuvo cincuenta años en el poder. Y que el revolucionario Castro – líder de masas, generador del bienestar del pueblo - hace cincuenta y siete años que gobierna con beatitud, como un gentilhombre del Vaticano. En suma, ya quedó establecido los vínculos entre tiranía, populismo, imbecilidad, dogmatismo, secta, burocracia, credulidad, injusticia, venalidad, fanatismo, ceguera, fascismo de izquierda y de derecha. No se haga el distraído, lea lo que sigue. Y mire, una vez más, Doce hombres en pugna de Sidney Lumet.
Siempre —incluso en sociedades con mayor número de habitantes— ronda los cien mil el número de personas que no son en absoluto comunistas, pero se alían con ellos por dinero, privilegios, ganas de protagonismo, vanidad, codicia o afán de venganza. Siempre y en todas partes delatan y traicionan a todo y a todos en los que alguna vez creyeron, si a cambio se les permite servirse su ración de pastel. ¿Quiénes eran esos proselitistas? Se podían distinguir tres tipos característicos. En primer lugar, el Progresista Creyente que tenía fe en la Idea. Ni siquiera el ejemplo de las décadas de Historia soviética transcurridas podían convencerlo de que la Idea estaba obsoleta, que era inhumana y que en el mundo se habían puesto en práctica unos sistemas de producción, distribución y propiedad completamente nuevos que podían ayudar a las masas trabajadoras con más rapidez, eficacia y justicia que la centenaria Idea. Ellos tenían fe en la Idea con la testarudez y la obstinación miope de quienes sólo han leído un libro; no les valían discusiones ni argumentos, se daban la vuelta cuando alguien les mostraba la realidad: la prueba de que la ideología comunista —que respondía al fenómeno del capitalismo monopolista del siglo anterior— era algo completamente desfasado, superado y carente de sentido en ese momento de masificación y revolución tecnológica. No querían saber nada de lo que se había realizado con una velocidad vertiginosa durante el siglo XX, porque necesitaban seguir creyendo en el Texto Sagrado de los envejecidos pergaminos venerados desde el siglo XIX, en la Idea Única. Esos pobres de espíritu que creían firmemente que el Reino de los Cielos les pertenecía no eran muchos, pero siempre habrá idiotas en todas partes, y si se alían con el poder pueden resultar incluso peligrosos.
En segundo lugar estaban los compañeros de viaje cínicos y agresivos, que no eran en absoluto idiotas cuando confesaban: «Ya sé yo en qué consiste esta bellaquería, ya sé que arrebatarle a la gente el derecho a la propiedad privada y a la libre empresa, además de las libertades políticas y espirituales, no redunda en beneficio de la masa trabajadora, sino que se trata simplemente de un pretexto para llevar a cabo sus diabólicas empresas y permitir que una minoría cínica y violenta viva bien sin tener ni la condición ni el talento para merecerlo. Quizá todo acabe mal porque la empresa es inhumana, pero a mí me va a venir bien. Así que… venga, adelante, yo me voy con ellos.» Éstos eran más numerosos que los idiotas, aunque tampoco constituían la mayoría. La mayoría de los cien mil aliados de los comunistas estaba constituida —no solamente en los países que los comunistas habían conquistado con las armas o mediante prácticas violentas, sino también en otros lugares, por todo el Occidente llamado libre— por ese tipo de intelectual neurótico que teme más que nada el peligro de quedarse a solas con su neurosis en medio de la tormenta de un gran cambio. Se trata del neurótico que se refugia en el Partido porque no puede, no sabe o no se atreve a quedarse solo, ya que tiene que pertenecer a algún lugar, y sólo se tranquiliza cuando puede protegerse con el trozo de una capa mágica o ponerse el uniforme de la ideología social del momento. Se parece al psicópata que se calma de inmediato al vestir la bata blanca de enfermero, el uniforme de soldado o el hábito de monje, al psicópata que se tranquiliza desde el mismo instante en que le protege un atuendo civil, militar o clerical, ya que así no tiene que enfrentarse solo a la aterradora responsabilidad de su individualidad. Así era el intelectual neurótico que gimiendo se apresuraba a unirse a los demás, porque pertenecer a algo suponía para él la única posibilidad de tranquilidad…
Poco y nada podemos agregar: clarividencia, profundidad, sentimiento, lucidez. He visto, por tercera vez, El sabor de la cereza de Abbas Kiarostami. Y siempre encuentro algo nuevo, algo diferente. Lo filosófico, lo político, la metáfora de la palabra y del silencio nos llama en una suerte de alegoría mística.
Ha muerto Michel Butor, uno de los autores que devoraba de manera alucinada en los 60, cuando aún no tenía veinte años. Es lamentable que haya gente que siga escribiendo – algunos con premios, otros con fama – como si Butor no hubiera existido, como si no hubiera escrito y pensado el arte. Les recomiendo una novela: Stoner, de John Williams. Sí, se llama como el célebre guitarrista clásico australiano pero no lo confunda. Por último. El 23 de noviembre estaré en el Luna Park con mis hijos. Kraftwerk, por supuesto. Únicos. Nos estamos viendo, querido lector, nos estamos viendo.
Carlos Penelas
Buenos Aires, septiembre de 2016
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