En verdad no se sabe. Uno cree que fue el padre,
los primos, los hermanos, una voz en Piñeiro.
Pero también los hijos y los nietos.
Uno cree en imágenes, en el errante vuelo
de las nubes, en el soplo genital,
en la fugaz antorcha que pulsa lo divino.
Allí golpea entonces la emoción
las casacas rojas bajo el sol o la lluvia.
Es cuando uno aprendió amar
entre llamas, infiernos o calderas.
Cierro los ojos y la infancia es roja.
Veo el cielo, las estrellas, una bandera huyente.
Es carmesí el Paraíso y el Infierno.
Es cuando regresan los nombres, la mitología,
el clamor de Píndaro en su tríada.
No sé cómo decirlo; la felicidad se volvió roja.
Y la tarde, la noche, la Visera.
Son los dioses de la infancia que regresan.
Entonces uno solloza. Grita ballet, grita taco,
rabona, Seoane, milagro, cañonero.
Dice alma. Dice Erico, Grillo, Maldonado.
Y llega el viento, el sol, el excesivo orgullo.
Llega una ficticia realidad: Bochini.
De pronto retornamos deslumbrados
en la inocencia de la pasión y del deseo.
Y no sabemos cómo suben los brazos entre abrazos.
La leyenda nos cubre y nos descubre
en el corazón venidero e insondable.
Es entonces cuando uno llora lo esencial.
Pero en verdad no se sabe.
Carlos Penelas
Buenos Aires, 13 de diciembre de 2017
Si alguna vez un hombre se esfuerza con todo esfuerzo de su alma, ahorrarse ni gasto ni el trabajo para alcanzar la verdadera excelencia, entonces tenemos que dar a los que han alcanzado la meta, un orgulloso homenaje de alabanza señorial, y evitar todos los pensamientos de celos, de envidia. Para la mente de un poeta el regalo es ligero, de hablar. Una palabra amable para innumerables fatigas, y construir para compartir con todos un monumento de belleza. (Píndaro, hacia 518 a.C - 438 a.C.)