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Anarquía y creación, por Carlos Penelas
¿Hasta qué punto y a partir de qué elemento explicar o teorizar sobre lo imprevisible? ¿Cuál es la evolución o las leyes de la generosidad, del amor, de la belleza?
Cuando abordamos el discurso lírico o el poético hay varios prejuicios que necesariamente debemos anular. Intuimos un cierto pudor verbal que disfraza el malestar de nuestra conciencia. La palabra anarquía es un ejemplo típico. Hay en ella raíces ideológicas, una expresión estética y también una voluntad ética. Entonces, uno de los prejuicios que debemos combatir es esa enseñanza histórica o literaria de períodos estáticos. La serenidad del espíritu griego fue un mito que nació con posiciones goetheanas y de toda la escuela idealista alemana. Lo que hubo fue un helenismo de pugnas y contrastes. Desde Arquíloco en adelante los poetas ponen en tela de juicio la autoridad de la tradición, de los dioses, divorciando lo real de lo mítico, justificando el goce de lo vital y su trascendencia ética. Rodolfo Mondolfo ya nos dio su visión del feudalismo homérico. No otra cosa fue el Renacimiento: crisis y contradicciones. Sólo las mutilaciones y deformaciones sectarias dan perfiles estáticos. Sintetizando: la historia es dialéctica, fruto de crisis, discrepancias y litigios sociales cuya faz amenazadora resurge bajo nuevas máscaras. En las páginas de Homero se anticipa la raíz filosófica de Pirandello.
Oscar Wilde escribe textualmente: “La forma de gobierno más adecuada al artista es la ausencia de todo gobierno. La autoridad, sea del que sea, sobre el artista y su arte, es siempre absurda”. El estremecimiento ontológico de lo poético indaga nuestra intimidad. Intentamos un cuestionamiento global en cada crítica, en cada itinerario. Desde ese circuito tratamos saber desde dónde escribimos, de definirnos ante el otro por los rasgos que nos diferencian y distancian.
En un trabajo publicado por el profesor Hugo Cowes se hace referencia al poeta inglés John Agard, quien repetirá la experiencia de Mallarmé, salvando un siglo de distancia, “uniendo las dos revoluciones, la revolución en la realidad histórica y la revolución poética”. El poema comienza con un verso admirable, de tensión social, como expresión de una clase dominante: Yo no soy un caballero de Oxford. Fijémonos en el valor de este verso, su insurrección. Y más abajo, en tono intimista nos dice: yo soy un inmigrante. Aquí el poeta contrapone jerarquías sociales, y nos manifiesta su historia, una historia que lo hace sentirse exiliado, perseguido.
Yo no tengo un revolver
yo no tengo un cuchillo.
Pero atacar a la reina inglesa
es la historia de mi vida.
Yo no necesito un hacha
para destruir vuestra sintaxis.
No necesito un martillo
para hacer puré de vuestra gramática.
“Recuerden que Mallarmé decía que quería ser un sintáctico”, nos indica Cowes. Sin el sentido de lo iniciático no hay acercamiento a la belleza. Hay un don de sentir la pasión sensorial e intelectual, un designio que regula la vida del universo, los signos que el poeta advierte en el mundo autobiográfico como una alegoría de la mirada utópica. Unamuno dirá: “Soy villano de a pie, no caballero”
La palabra, en el poema, encuentra el tono de la intimidad. Ocupa la zona íntima de la literatura. Nos dice René Char que “lo que más hace sufrir al poeta en sus relaciones con el mundo, es la falta de justicia interna”. El poeta descubre un orden cósmico, desde su rebeldía participa de lo desconocido. En un erudito ensayo sobre crítica y estilo, el poeta Héctor Ciocchini reflexiona: “…la lucha por el poder y los honores ha secado la raíz misma del hombre. Somos, podríamos decir, por determinación de los tiempos los ‘últimos ángeles’ de que habla Baudelaire”.
Cada línea del poema es una imagen de lo absoluto. Cada espacio en blanco, en esta concepción, es otra posibilidad de lectura de los silencios, otra significación de la forma interior del poema. Un plano del afecto, de la libertad temporal. Un nexo equivalente al ritmo interior, al espacio mental que graba su estética sobre el blanco papel. Desde esta óptica, desde la realidad, nos abandonamos a la fisiología de la pasión libertaria.
En Lucrecio observamos el sentido de lo divino en la naturaleza. Hay una conciencia mitológica, una sensibilidad que responde a la ingenuidad creadora, a la más alta universalidad, a la fascinación por lo maravilloso. Es válido recordar que en toda obra de’ arte hay un orden propio que forma el estilo. Una pintura religiosa o escultura -pongamos como ejemplo- que muestra una virgen o un crucifijo, obra que podemos admirar en el museo o en la iglesia gótica o románica, es la expresión artística de un sentimiento. El poder eclesiástico quiso que la música sacra o la arquitectura fuera signo del reino celestial. Detrás de la imagen o del canto gregoriano está la nostalgia por 10 sagrado, la culpa y el pecado, cultura que impone la reasunción del mito. Por eso reafirmamos la plena libertad del artista -no importa el tema-la rebeldía del creador (desde Miguel Ángel hasta Eisenstein), la desacralización del arte, pues lo humano reemplaza la nostalgia de lo sagrado, superando la institución del oro Vaticano.
Si leemos a Pietro Aretino descubriríamos que tuvo una absurda fama de escritor sensual o indecente. Su obra posee una sensación de soledad, en sus páginas analiza la vida como una mascarada extravagante, sombría, sucia. La miseria de la carne es producto de su corruptibilidad. La cópula en Aretino simboliza la monótona satisfacción en el hombre y la avidez de dinero en la mujer. Es un pesimista que odia lo falso. De allí nace su estética. Busca la naturalidad, la íntima sinceridad del hombre. Un cristiano sin fe que ve en la humanidad la lujuria, la guerra, la servidumbre sujeta a la desesperación, la obscenidad de los poderosos.
Cuando se habla de utopía por lo general se interpreta que se hace referencia a un proyecto imaginario, desmedido. Sería un sinónimo de lo irrealizable, algo quimérico. Aquellos que plantearon la idea de la utopía fueron hombres comprometidos con su tiempo, con la realidad social, política y económica que les tocó vivir. Tomás Moro -político, diplomático, humanista- concibe la isla de Utopía (1516) como una posibilidad diferente a la sociedad inglesa penetrada por el robo, la corrupción y la miseria. Desde la cárcel, inspirándose en las agitaciones campesinas de Calabria, Tommaso Campanella escribe La ciudad del sol (1602),como un ejemplo de sociedad comunitaria. En 1656 se publica Oceana. Su autor, James Harrington, desafía desde sus páginas la Inglaterra de Cromwell. El mismo Francis Bacon propone en su Nueva Atlántida (1627) una acción política. Desde otra óptica, Montaigne o Rabelais acusan a una sociedad hipócrita y dogmática. En nuestro siglo, Un mundo feliz (1946), de Aldous Huxley, 1984, de George Orwell escrita en 1949 o Farenheit 451 de Ray Bradbury (1954) tienen una visión pesimista, supuestamente antiutópica. En realidad nos señalan una cultura de la resistencia, o la esperanza desesperada.
Evocamos a Novalis, para quien las cosas no existían hasta ser trocadas en poesía. “La poesía es lo verdadero, lo absolutamente real. Este es el nudo de mi filosofía. Tanto más verdadero cuanto más poético”.
Heidegger, parafraseando a Holderlin, expresará: “La poesía no es un simple adorno que acompañe a la realidad humana, ni un simple entusiasmo pasajero, no es tampoco una exalta ción o un pasatiempo. La poesía es el fundamento que soporta la historia, y por tanto no puede considerarse sencillamente como una manifestación cultural y menos aún como la expresión del “alma de la cultura”.
Debemos tener presente la subversión de los poetas, desde Safo hasta Mallarmé. El propio Baudelaire atemorizó a los burgueses. “Los burgueses de mitad del siglo XIX se asustan, y las Flores del Mal fue un libro censurado, llevado a la justicia, que quiere disponer que esos juicios contradictorios sean uno falso y el otro verdadero. Quieren que el cielo esté arriba y el infierno abajo. Que el cielo sea el bien y el infierno el mal”
Para seguir compaginando nuestra visión, el ejemplo de Herbert Read: “La oscuridad en poesía no puede ser tenida meramente como una cualidad negativa, como una posibilidad de alcanzar el estado de claridad. Es un valor positivo.”
Una cultura oficial que juzga desde los prejuicios impuestos por una sociedad, por la ideología de la clase dominante, crea, organiza, la creencia de una realidad. Esto es muy conocido y no hay necesidad de ahondar más. Es simplemente necesario para analizar mejor los códigos culturales. Sin argumentos necrológicos o índices moralistas. Sin acumular rencores, sin epitafios.
El arte sirve siempre a la belleza, a la felicidad de existir. “La naturaleza está en el interior”, recuerda Cezanne. Los animales o seres pintados en las cuevas primitivas irradian duplicidad. Es una textura imaginaria de 10 real. Simbolizan la falta de jerarquía en las civilizaciones, no hay progreso. La obra de arte siempre va hacia el fondo del porvenir. Hay fragmentos de Rodin que son estatuas en otros escultores. Se unen en la percepción, en la analogía. Es el” grito inarticulado” del que habla Hermes Trismegisto, “que parecía la voz de la luz”. El creador busca siempre esa irradiación de lo visible, el umbral que deja soñar. Los ciegos, dice Descartes, “ven con las manos”. El modelo cartesiano de la visión es el tacto.
Malraux escribe refiriéndose a André Gide: “Tal vez no sea correcto ver a André Gide como filósofo. Yo creo que es otra cosa: un asesor de conciencia”. Pensamos que el poeta es siempre un asesor de conciencia, o para decirlo con palabras más actuales, un objetor de conciencia. El poeta y su escritura estarán fuera del conformismo, de la actitud represiva que toda sociedad impone. Walter Benjamín afirmaba: “El conformismo oculta el mundo en el que se vive. Es un producto del miedo”. Pensamos que la inspiración estética es libertaria, no reconoce límites ni estratificaciones . La imaginación poética comprende un propósito utópico, que tiene contrariamente con lo que se dice a menudo, una racionalidad específica, un orden de la sensibilidad que apunta a los sentidos, al sentimiento estético. Lleva a la pasión, el confuso clamor de la vida, la destrucción de una voluntad centralizada que intenta negar la vida de la imaginación. “Para existir todo lo que es vivo debe tener forma y así el arte, aún el arte trágico, es el relato de la felicidad de existir”. Es la voz de Boris Pasternak.
El humanismo nos enseña en la naturaleza de las imágenes, el lúcido orden de nuestra esencia íntima. El mundo de lo soñado aún persiste en lo desaparecido. La indagación, el temperamento, el redescubrimiento nos guía hacia la belleza para conocer el alma del universo y del hombre. Tal vez como lo deseaba Henry David Thoreau: “El arte de la vida, de la vida del poeta, es hacer algo no teniendo nada que hacer”.
Sin libertad interior no existe acto poético. La dignidad del poema es la dignidad del valor ético de su hacedor. y del lector. Por eso son pocos los que aman el poema. Somos responsables de nuestro amor, de cada acto afectivo que construimos. La intuición y la densidad poética nos hablan con voz interior, es un acto de confesión. La naturaleza de lo vivo busca su estrella y su infinito. Y el arte literario no puede ser ajeno al contenido ideológico. Prometeo resume la biografía del hombre al luchar contra los dioses. Como señaló Luis Franco, uno de los intelectuales más lúcidos y honestos que tuvo esta tierra, “con excepción de los griegos del siglo de Pericles, en las distintas culturas toda función espiritual estaba al servicio de la teología y el incienso”. Y también nos dijo: “Toda actividad del espíritu ha de ser un potenciador y glorificador de la vida y no, al modo académico, un momificador del ímpetu vital”.
Del libro Anarquía y Creación, Carlos Penelas, Torres Agüero Editor.
Publicado en Suma poética, Catamarca, 14 de marzo de 2017.
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