Cuando hace poco menos de un mes leí en los diarios ciertos títulos me dije: “Es mentira, no puede ser. Están mintiendo”. Luego del escozor que corrió por mi espalda me dije: “Toda ésta infamia es obra de ateos, masones o anarquistas”. Y me eché en el sillón de la sala a descansar.
Uno de los medios, como título, informaba: “Escándalo Vaticano: orgía gay y drogas en el departamento de un sacerdote”. Otro diario, en primera página, con letras de molde: “La policía irrumpió en del departamento del ex secretario del cardenal Francesco Coccopalmerio por las constantes quejas ante la masiva llegada de invitados al lugar”. Imposible, fue lo primero que pensé. Lo segundo: ¿qué pensará el Papa? Hasta donde yo sé es argentino, peronista y de joven amaba a los caballos de carrera. Una infamia tras otra. Leo en un diario extranjero: “4444 casos de pedofilia en Australia cometido por sacerdotes entre 1950 y 2010. La iglesia traslada de zona a los sacerdotes”. “El cardenal George Pell, estrecho colaborador de Francisco, acusado de encubrir los abusos”. Hay pecado de falsedad, me dije. Es obra de la prensa amarilla, de la sinarquía internacional.
Por tal motivo decidí consultar mi biblioteca. Como usted sabe, caro lector, tengo mucha bibliografía en torno a lo literario, textos clásicos, libros de poesía, estudios en torno a la gramática y la estilística, libros de sociología y de historia, antologías diversas, diccionarios. Y más. Pero poseo una biblioteca, aparte, donde abundan historias de las religiones, biblias, los evangelios apócrifos, biografías de los anti Papas, estudios sobre la silla gestatoria, encíclicas, cartas de Mussolini y de Franco al jefe de gobierno del Estado del Vaticano, citas de autores liberales y otros no tanto, publicaciones en torno a los Manuscritos del Mar Muerto y otras delicadezas que nunca quise leer. Por lo tanto comencé a hojear algunos de esos mamotretos, tomar nota y cerrarlos definitivamente. Para que el polvo y el olvido los sepulte. Y Satanás no me complique la vida.
Encontré nombres como los de Ernest Renán, Émile Durkheim, Charles Guignebert, Hans Küng, el abate Alfred Loisy, Claudio Magris, Etienne de La Boétie, Johannes Baptist Metz y tantos otros que sería largo y tedioso enumerar. Usted, lector, puede comenzar por estos nombres.
Luego vi una serie de recortes de periódicos que alguien sin fe me alcanzó alguna vez. Allí está Albino Luciani, Juan Pablo I, el Banco Ambrosiano y su director Roberto Calvi, su vinculación con Licio Gelli y la secta mafiosa Propaganda Due, la condecoración que el General Perón le hizo en Argentina cuando vino con López Rega, la financiación de las obras religiosas dirigidas por el obispo Paul Marcinkus (también de la P2). Los apotegmas del cardenal Villot, crónicas en torno al bello padre Georg Gänswein, don Giorgi, el “George Clooney del Vaticano”. Y mucho más. Rompí los recortes sobre todo cuando empezaron a publicar sobre ciertos escándalos en torno a la pedofilia, el descubrimiento de prostíbulos gay frecuentado por clérigos y el tema del Vatileaks. Pobre mayordomo Paolo Gabriele. Los Borgia no eran nada. Quemé todo. Una infamia tras otra.
Uno de los textos que me llamó la atención es sobre Tertuliano en el siglo II. Parece ser, entre otras cosas, que el misterio de la Santísima Trinidad no figura en la Biblia y que recién fue aprobado por Gregorio de Niza en el Sínodo de Alejandría, en 1362. En fin, de eso se poco y nada. ¿A quién le importa? Además, para algunos teólogos, Jesús no sería hijo de José sino el hijo de Dios. Un problema pues María es “madre de Dios”. De esto no entiendo. No lo tiro, lo guardo y lo dejo como estaba. La Trinidad es un misterio, decía mi tío Pedro.
Luego viene la sabiduría cabalística, los acertijos cada vez más complicados, el pensamiento de Hamann, llamado el “mago del Norte” por sus alucinaciones, acercamiento al pietismo, a los rosacruces y a la mística. Eso es del siglo XVIII, después del tema de Giordano Bruno y otros herejes. El esoterismo cumplió su función junto al magnetismo animal y la magia. Seguí casi de inmediato con el profeta Natán, el reinado davítico, la fe ingenua que movía a las masas incultas, el Concilio de Nicea (325), Teodosio I el Grande (379-385) el cardenal Nicolás de Cusa (1400-1460) y su descubrimiento de documentos falsos, el Egipto faraónico, las observaciones de Arnold Hauser, el asesinato del arzobispo Thomas Becket en la catedral de Canterbury (1170) por Enrique II por sostener que el poder espiritual era superior al terrenal. Y me detuve en Ignacio de Loyola. Y recordé a mi padre cuando de niño me decía que jamás iba a saber “cuántas monjas hay en el mundo, cuántos bolsillos tiene un cura y qué piensa un jesuita”. Mi hermano mayor comentaba que estos cardenales, obispos y santones – en un halo de pudibundez - inventaron el horror de la isla de Tiflos. Bueno, nuestro amado Santo Padre o Padre Santo lo dijo en forma elíptica: vietato lamentarsi.
Algo de todo esto conversé con un amigo, vecino de mi casa – creyente, hombre de comunión diaria – que me alcanzó un libro con imágenes y textos en torno a las torturas más crueles y sanguinarias de la Santa Inquisición. En principio, desde pequeño, siempre me pareció correcto perseguir a los apóstatas, hugonotes, albigenses, brujas, blasfemos y ateos. Es asombroso los métodos de tortura creados por cardenales, obispos y monseñores. Contra mujeres y ateos, principalmente. Así es que descubrí “La pera oral, anal y vaginal, La sierra, La cuna de Judas, El desgarrador de senos, La silla de interrogatorio, El aplasta pulgares, Las uñas de gato, La horquilla, La doncella de hierro…” y tantos instrumentos espirituales para mostrar la benevolencia del Señor. Era en nombre de la salvación, del amor, de la paz universal. Sobre todo que años después en los conventos se abortaba, se asesinaba; también la masturbación tuvo lo suyo. Ya no quise entrar en el mundo de las bulas contra los contumaces ni en el tema de las bendiciones de armas, monarcas o doncellas. Clamo contra el impío en defensa de frailes y frailucos. Debemos apresarlos – a los impíos – en cámaras de plomo. Beata ubera, quae lactaverunt aeterni Patris Filium.
Cansado deje de lado la investigación. Un mes sacando libros, leyendo, estornudando, tomando apuntes. Fue entonces que busqué una historia de santos. Parece ser que “Helena se llevaba muy bien con su hijo Constantino, cuyo padre era Constancio Cloro. Lo ayudó en todo lo que pudo para llegar al poder y se apoyó mucho en los cristianos al igual que él y porque “los caminos del señor que son inescrutables” se juntaron una mala bestia, como el que llegaría a ser san Constantino I el Grande, la puta Helena y los cristianos. Para que luego digan que los curas y las putas se llevan mal, siendo además estos buenos clientes de las hetairas. Repito. Constantino era un buen hijo de su madre. Su mama le enseñó a matar y éste aprendió estupendamente. San Constantino. Los curas ortodoxos y los católicos orientales le otorgaron este título que corresponde a algo así como a ser un modelo de cristiano, además de ser un pase para el cielo allí con el Dios de los cristianos ortodoxos, como también con el Dios de los católicos orientales. Y ahora qué, con qué Dios está, si lo seguidores de ambos afirman que su Dios es el verdadero, que es el que existe y que los de la competencia no existen. Bueno no va ser un ateo el que revele la santa verdad”.
Cerré el libro y me quedé mudo. Busqué la voz del poeta. Percy B. Shelley escribió: “Ese monstruo Constantino [...] Ese verdugo hipócrita y frío, que degolló a su hijo, estranguló a su mujer, asesinó a su padre y a su hermano políticos, y mantuvo en su corte una caterva de sacerdotes sanguinarios y cerriles, de los que uno solo se habría bastado para poner a media humanidad en contra de la otra media y obligarlas a matarse mutuamente.”
Quedé desconcertado. A punto de ir a caminar y fumar una pipa encuentro un libro pequeño donde se narra la historia de Emanuela Orlandi, esa adolescente que desapareció en Roma el 22 de junio de 1983. Su padre trabajaba en la Ciudad del Vaticano y vivían en la misma. Sabrina Minardi, ex amante del capo mafia Enrico De Pedis, Renatino, quien fue enterrado en la iglesia San Apollinare, en Roma denuncia la prostitución del clero, entre otras cosas. Cabe recordar que el capo mafia murió acribillado a balazos por la banda de Magliana en 1990 y que la iglesia San Apollinare es tutelada por el Opus Dei. Y que la familia de De Pedis, Renatino, pagó en ese momento más de 20.000 euros (unos 300.000 de la actualidad) para que sea enterrado como santo. Detrás, una vez más, la mano del cardenal Paul Marcinkus. Cuarenta días antes de secuestrar a Emanuela Orlandi desaparece en condiciones similares otra muchacha: Mirella Gregori.
El secreto se lo llevó a su tumba el padre Gabriele Armoth, exorcista de la Santa Sede, quien había adelantado “que fueron esclavas sexuales en el Vaticano”. Nunca se supo nada. Nunca se sabe nada. Leonardo Sandri, Norberto Rivera, George Pell, Marc Ouellet, Seán O´Malley, Peter Turkson, Luis Barrios, Reinaldo Narvais, Atilio Jesús Garay, Edgardo Gabriel Storni, Oscar Rodríguez Madariaga, Instituto Antonio Provolo, George Ratzinger (hermano de Benedicto XVI), Gerhard Ludwig Müller…
Alabado sea el Santísimo / Sacramento del altar / y la Virgen concebida / sin pecado original.
Carlos Penelas
Buenos Aires, 2017
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