Hoy deseo tener un tono coloquial, una serie de reflexiones y emociones que componen, tal vez, una contemplación subjetiva. "Echar unos párrafos" era lo que solía escuchar en mi infancia cuando mi hermano mayor se encontraba en un café con un amigo.
Mi padre fue epiléptico. Según sus recuerdos, y los míos, a los cinco o seis años sufrió su primer ataque, en la aldea de su pueblo, Espenuca. Fue a raíz de un susto. Un hombre, demente o borracho, amenazó con matarlo. Mi padre nació el 7 de mayo de 1898. Se llamaba Manuel. Se hizo solo, todo lo logró solo. Tenacidad de hierro, trabajo, lectura. Y una envidiable capacidad intelectual. Me llamo Carlos Tomás Penelas Abad. Nací en estas tierras el 5 de julio de 1946. Me anotó el 9 para no hacer el servicio militar. No se casó por iglesia. Mi madre, María Manuela Abad, nació en Orense, el 31 de julio de 1899. Mi abuela materna era Adelaida Perdiz y la paterna Manuela Pérez. Mi abuelo paterno se llamaba Pedro y el materno, Tomás. De allí mi segundo nombre. Escribo, una vez más, una pequeña historia que nos remite a la antigüedad, a Suetonio. Una forma literaria que nos permite deslizarnos en la minucia.
Morbus sacer, la enfermedad sagrada, el gran mal. El saber epiteptológico era menor en la Edad Media cristiana que en la época de Hipócrates. La enfermedad de los mil nombres: innombrable calamidad, enfermedad lunar, azote de Christo. Se los recluyó en cárceles, en manicomios, en leproserías. La enfermedad perseguida por la Biblia , por las religiones, por el poder de curanderos y médicos, por la ignorancia, por la sociología de la imbecilidad. En el medioevo se los solía quemar. Se sospechaba que Satanás se había introducido en el cuerpo. Una crisis de epilepsia era, para los ciudadanos de la antigua Roma, un mal augurio. La voz popular denominaba la enfermedad como mal comicial o comicialismo. Aun hoy la epilepsia está marcada por el estigma de la historia. Se la oculta, se la intenta definir con otros nombres, es una enfermedad vergonzante. Crisis espontáneas y reiteradas. Mi padre tenía crisis generalizada tónico-clónica. Se le priva de oxígeno al cerebro; la mente en blanco. Por esa razón me hablaba de Sócrates, Petrarca, Julio César, Fedor Dostoievski, William Shakespeare, Napoleón Bonaparte, entre otros.
A los catorce años conoció a hombres que lo salvaron de la iniquidad, de la humillación, de la pobreza espiritual. Socialistas y anarquistas le hicieron ver la vida en otra dimensión. Le hablaron de solidaridad, de injusticia social, de hipocresía. Comenzó a leer a Arthur Shopenahuer, al príncipe Pierre Kropotkine, a Friedrich Nietzsche, a Émile Zola. Descubrió a Cervantes y a Pérez Galdós. A Calderón, a Beethoven, a Goya. Y sobre todo, la verdadera historia de Galicia: Manuel Curros Enríquez, Manuel Murguía, Eduardo Pondal, Alfonso R. Castelao… La dignidad, la libertad individualista, el decoro, lo acompañaron toda su vida. Una conducta, una mirada, una utopía íntima.
Las autoridades prohíben casi todo; no tanto en nombre de la salud pública como de la moral social. Los actos de un hombre embriagado o de una prostituta y su cliente ponen en duda las reglas que quebrantan. Sus actos son un disturbio, no una crítica. La autoridad manifiesta un celo ideológico: persigue herejías, no los crímenes del sistema. Se repite así actitudes de otros siglos: la lepra y la demencia también fueron vistas como encarnaciones del mal. No falta el temor supersticioso y ambivalente. Como el leproso de la Edad Media, el alucinado es víctima de un mal sagrado, sus palabras o gestos son revelaciones de otro mundo. Los persecutores de las enfermedades no son menos crédulos que los enfermos. Dickens nos ha dejado descripciones terribles de lo que fue la vida de la clase obrera en las grandes ciudades. Y cine del neorrealismo italiano o las novelas de Blasco Ibáñez. La sociedad de nuestros días ha terminado de vaciar de todo contenido los ritos tradicionales y no ha logrado crear otros. El mundo eleva como valor supremo la eficacia. Y la tecnología, no la ciencia. Por un lado vemos el cristianismo evangélico, por otro sus deformaciones eclesiásticas e históricas. Lo mismo sucede con las ideologías redentoras, con el pensamiento de los teóricos del siglo XIX. Hoy, el extravío desplegó sus alas.
Era un hombre ejemplar, en el buen sentido de la palabra. Mi madre lo acompañó siempre, lo protegió. De niño me hizo ver el desvanecimiento de la ilusión de la divinidad y el descubrimiento de la realidad del hombre. Me hizo desconfiar de las instituciones bancarias y de las otras. El hombre es sus instintos, nuestra moral una codificación de la agresión y de la humillación. Hay un vidrio deformante que no nos deja ver al hombre tal cual es. (De niño me leía a Ramón de Campoamor y a Emilio Salgari.) Se genera en todo momento la ilusión de la finalidad, lo revolucionario o el cambio en libertad. Como señaló Octavio Paz en un artículo publicado en la década del 60: “¿Quién juzga sobre la legitimidad del terror: las víctimas o los teólogos del poder?”
Desde siempre se niega a distinguir entre medios y fines; unos y otros corresponden a situaciones históricas determinadas. Los medios son fines y éstos aquellos. La solución siempre es dudosa cuando proviene del socialismo burocrático o estatal. De la economía mixta mejor no hablemos. Hay un diálogo de máscaras, un doble monólogo del ofensor y del ofendido.
Desde las lecturas de Pierre-Joseph Proudhon y los clásicos del Siglo de Oro Español formó una familia, nos ofrendó una biblioteca y una conducta. Nos hizo entender el profundo significado del estudio, de la ética, del compromiso. Una manera de contemplar, una coherencia interior, una conciencia de la soledad. No una negación de la vida sino una exaltación de sus virtudes. La pasión y la negación del mundo abyecto que nos rodea. Nos enseñó, además, que tradición no es continuidad sino ruptura. Espontaneidad y reflexión. Y algo más, lo que en español llamamos temple: arrojo, dureza, flexibilidad, ternura. Revelar lo que somos para el otro, por el otro. La moral de la responsabilidad personal en una sociedad corrupta.
Tal vez, caro lector, estas líneas no sean más que un aspecto fragmentario, una apariencia inconexa de lo fugitivo, de lo transitorio. Tómelo como una fragmentación romántica de un hijo que evoca a su padre al visitarlo en un sueño.
Carlos Penelas
Buenos Aires, marzo de 2019
Mi padre fue epiléptico. Según sus recuerdos, y los míos, a los cinco o seis años sufrió su primer ataque, en la aldea de su pueblo, Espenuca. Fue a raíz de un susto. Un hombre, demente o borracho, amenazó con matarlo. Mi padre nació el 7 de mayo de 1898. Se llamaba Manuel. Se hizo solo, todo lo logró solo. Tenacidad de hierro, trabajo, lectura. Y una envidiable capacidad intelectual. Me llamo Carlos Tomás Penelas Abad. Nací en estas tierras el 5 de julio de 1946. Me anotó el 9 para no hacer el servicio militar. No se casó por iglesia. Mi madre, María Manuela Abad, nació en Orense, el 31 de julio de 1899. Mi abuela materna era Adelaida Perdiz y la paterna Manuela Pérez. Mi abuelo paterno se llamaba Pedro y el materno, Tomás. De allí mi segundo nombre. Escribo, una vez más, una pequeña historia que nos remite a la antigüedad, a Suetonio. Una forma literaria que nos permite deslizarnos en la minucia.
Morbus sacer, la enfermedad sagrada, el gran mal. El saber epiteptológico era menor en la Edad Media cristiana que en la época de Hipócrates. La enfermedad de los mil nombres: innombrable calamidad, enfermedad lunar, azote de Christo. Se los recluyó en cárceles, en manicomios, en leproserías. La enfermedad perseguida por la Biblia , por las religiones, por el poder de curanderos y médicos, por la ignorancia, por la sociología de la imbecilidad. En el medioevo se los solía quemar. Se sospechaba que Satanás se había introducido en el cuerpo. Una crisis de epilepsia era, para los ciudadanos de la antigua Roma, un mal augurio. La voz popular denominaba la enfermedad como mal comicial o comicialismo. Aun hoy la epilepsia está marcada por el estigma de la historia. Se la oculta, se la intenta definir con otros nombres, es una enfermedad vergonzante. Crisis espontáneas y reiteradas. Mi padre tenía crisis generalizada tónico-clónica. Se le priva de oxígeno al cerebro; la mente en blanco. Por esa razón me hablaba de Sócrates, Petrarca, Julio César, Fedor Dostoievski, William Shakespeare, Napoleón Bonaparte, entre otros.
A los catorce años conoció a hombres que lo salvaron de la iniquidad, de la humillación, de la pobreza espiritual. Socialistas y anarquistas le hicieron ver la vida en otra dimensión. Le hablaron de solidaridad, de injusticia social, de hipocresía. Comenzó a leer a Arthur Shopenahuer, al príncipe Pierre Kropotkine, a Friedrich Nietzsche, a Émile Zola. Descubrió a Cervantes y a Pérez Galdós. A Calderón, a Beethoven, a Goya. Y sobre todo, la verdadera historia de Galicia: Manuel Curros Enríquez, Manuel Murguía, Eduardo Pondal, Alfonso R. Castelao… La dignidad, la libertad individualista, el decoro, lo acompañaron toda su vida. Una conducta, una mirada, una utopía íntima.
Las autoridades prohíben casi todo; no tanto en nombre de la salud pública como de la moral social. Los actos de un hombre embriagado o de una prostituta y su cliente ponen en duda las reglas que quebrantan. Sus actos son un disturbio, no una crítica. La autoridad manifiesta un celo ideológico: persigue herejías, no los crímenes del sistema. Se repite así actitudes de otros siglos: la lepra y la demencia también fueron vistas como encarnaciones del mal. No falta el temor supersticioso y ambivalente. Como el leproso de la Edad Media, el alucinado es víctima de un mal sagrado, sus palabras o gestos son revelaciones de otro mundo. Los persecutores de las enfermedades no son menos crédulos que los enfermos. Dickens nos ha dejado descripciones terribles de lo que fue la vida de la clase obrera en las grandes ciudades. Y cine del neorrealismo italiano o las novelas de Blasco Ibáñez. La sociedad de nuestros días ha terminado de vaciar de todo contenido los ritos tradicionales y no ha logrado crear otros. El mundo eleva como valor supremo la eficacia. Y la tecnología, no la ciencia. Por un lado vemos el cristianismo evangélico, por otro sus deformaciones eclesiásticas e históricas. Lo mismo sucede con las ideologías redentoras, con el pensamiento de los teóricos del siglo XIX. Hoy, el extravío desplegó sus alas.
Era un hombre ejemplar, en el buen sentido de la palabra. Mi madre lo acompañó siempre, lo protegió. De niño me hizo ver el desvanecimiento de la ilusión de la divinidad y el descubrimiento de la realidad del hombre. Me hizo desconfiar de las instituciones bancarias y de las otras. El hombre es sus instintos, nuestra moral una codificación de la agresión y de la humillación. Hay un vidrio deformante que no nos deja ver al hombre tal cual es. (De niño me leía a Ramón de Campoamor y a Emilio Salgari.) Se genera en todo momento la ilusión de la finalidad, lo revolucionario o el cambio en libertad. Como señaló Octavio Paz en un artículo publicado en la década del 60: “¿Quién juzga sobre la legitimidad del terror: las víctimas o los teólogos del poder?”
Desde siempre se niega a distinguir entre medios y fines; unos y otros corresponden a situaciones históricas determinadas. Los medios son fines y éstos aquellos. La solución siempre es dudosa cuando proviene del socialismo burocrático o estatal. De la economía mixta mejor no hablemos. Hay un diálogo de máscaras, un doble monólogo del ofensor y del ofendido.
Desde las lecturas de Pierre-Joseph Proudhon y los clásicos del Siglo de Oro Español formó una familia, nos ofrendó una biblioteca y una conducta. Nos hizo entender el profundo significado del estudio, de la ética, del compromiso. Una manera de contemplar, una coherencia interior, una conciencia de la soledad. No una negación de la vida sino una exaltación de sus virtudes. La pasión y la negación del mundo abyecto que nos rodea. Nos enseñó, además, que tradición no es continuidad sino ruptura. Espontaneidad y reflexión. Y algo más, lo que en español llamamos temple: arrojo, dureza, flexibilidad, ternura. Revelar lo que somos para el otro, por el otro. La moral de la responsabilidad personal en una sociedad corrupta.
Tal vez, caro lector, estas líneas no sean más que un aspecto fragmentario, una apariencia inconexa de lo fugitivo, de lo transitorio. Tómelo como una fragmentación romántica de un hijo que evoca a su padre al visitarlo en un sueño.
Carlos Penelas
Buenos Aires, marzo de 2019