Adefesios intelectuales
“Uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le dará importancia al robar,
del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar
a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente”.
del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar
a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente”.
Thomas de Quincey (1785-1859)
Cuando tenía cinco años mi hermano Fernando me enseñó a jugar al ajedrez. Más adelante estudié tratados, analicé partidas e intenté mejorar la calidad de juego. Fueron tiempos de lectura, de fijar la mente en los escaques, en memorizar la Apertura española, la Defensa siciliana, el Gambito de Dama. Cada gran maestro me producía fascinación. Recuerdo a Wilhelm Steinitz (1836-1900) y una frase que leí en mi adolescencia: la mente humana es limitada, pero la estupidez humana es ilimitada.
No lo tome a mal, es fin de año y estoy sintiendo hartazgo, hartura, saturación. Siento que es prácticamente imposible clarificar ideas, sentimientos, estéticas, formas de pensar o de imaginar. Hace añares que vengo escribiendo crónicas, notas, columnas de opinión. Además, lo digo con pesadumbre, cuando escribo un artículo imagino un mínimo de nivel intelectual del lector. Y me equivoco. Una y otra vez. Y cada vez requiero menos. No pretendo que el otro sepa de Cid-Hamete Benengeli, de Arnold Hauser, de James George Frazer o de Gustav Landauer. Pido lo elemental, menos que lo elemental. En plena era tecnológica, robótica, pido el ábaco.
Sucede, además, que como sentenció Sarmiento, “los títulos no acortan las orejas”. Y advertimos la ignorancia, la vulgaridad. O como decía mi padre “seres zopencos”. Pues bien estoy harto de los estalinistas, de los burócratas nacionalistas, de los populistas, del personalismo, de la imbecilidad de una izquierda anquilosada, autoritaria, estólida. De los suplementos de vanguardia, de los cafés literarios, de los curadores, de los museos modernos y de los otros. Aquí, en nuestro territorio, cada sindicalista, cada populista, cada legislador o gobernador se sienta en la poltrona y no hay quien lo saque. Y las sandeces crean con su ficción, su relato, su montaje. De eso ya hablé de sobra. Lo hipnótico nos supera.
Dos ejemplos interesantes que planteó hace poco tiempo el profesor universitario Rolando Astarita a propósito de Bolivia, Venezuela y demás revoluciones a la violeta – sin doble sentido - puede ser motivo de reflexión.
Entre los organismos de las grandes potencias capitalistas, que decían que bajo el régimen soviético en los 1930 o 1940 se ahogaban brutalmente las libertades democráticas; y Stalin y los stalinistas, que decían que existía la más amplias libertades para las masas trabajadores, ¿a quién creerle? ¿A los imperialistas que querían derribar a la URSS, o a la dirección stalinista que, si bien burocrática, estaba a la cabeza de un “Estado obrero”?
También en los 1930, entre el burgués proimperialista John Dewey (integrante de la “Comisión americana para la defensa de León Trotsky”) y un representante de la URSS (o de los sindicatos soviéticos), ¿a quién había que creerle? ¿A Dewey, que denunciaba la existencia de campos de concentración y juicios fraudulentos? ¿O al soviético que, aunque burócrata, pertenecía al Estado obrero, y negaba que existiera tal represión?
Estos ejemplos que hoy supongo son claros para todos se pueden analizar, comparar, con lo que ocurre en nuestros días. Vemos el mundo con sujetos vandálicos y primitivos, con miradas estrafalarias, con pensamientos grotescos. Lo que ocurre en lo social, en lo político, en lo económico o en el mundo de la creación, en las artes. Hay un tejido de símbolos, de tópicos cristalizados, de anacronismos perturbadores que no se detectan porque la irracionalidad y una suerte de enseñanza hegemónica aturde, desconcierta, emborracha. Todo resulta binario en cerebros lavados, en sugestiones y autosugestiones. Y así vamos por la vida, con un criollismo atávico lleno de trampas. Como el aparato discursivo rudimentario. Predican nuevas cruzadas, exaltan al odio, se fanatizan. La embriaguez colectiva los hace sublimes, heroicos. Este provincialismo ha llegado a países adelantados o a países esclavizados. De diversas formas, con distintos nombres. En las calles y en los hogares, en las universidades y en las academias, en las oficinas y en los sindicatos. En los servicios de inteligencia y en los carteles de la droga. Hasta ha llegado al Vaticano, cuna de Torquemada entre otras delicias. Y si me permite, no se ofenda, a las cuentas bancarias del Vaticano. Al menos eso están diciendo las malas lenguas. Olor a cocaína y doblones de los bucaneros.
Por último. Muchos de ellos no son esperpentos; es gente común, trivial, convencional. Hasta hay buenos padres de familia, deportistas o investigadores. Es la categoría llamada por Hannah Arendt “banalidad del mal”. No nos alarmemos con lo que se nos viene. Ahora, “los nuevos” ya tendrán otro mito entre manos, otras leyendas, otros delirios. Como escribió Loris Zanatta: “el peronismo instaló que el pobre es el verdadero argentino”. Vienen como siempre, con los mismos síndromes, con la misma hojarasca, con la misma intolerancia. Además, ya se les ocurrirá algo. Y otra vez las internas, la entronización, las traiciones, la charada, los mártires. Son incorregibles, como decía Jorge Luis.
Nunca discutas con un estúpido,
te hará descender a su nivel y ahí te vencerá por experiencia.
Mark Twain
Carlos Penelas
Buenos Aires, 6 de diciembre de 2019
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