Todo era importante, amigos.
La voz de padre, la mirada de madre,
el linaje de un pájaro oculto,
los cuentos de la hermana,
el ciclo carolingio, las caballerías
de los reyes, las espadas del Cid,
un álbum de estampillas del hermano,
el Nautilus, los viajes en globo,
los poemas éddicos, los títeres perdidos,
la lluvia repicando en los techos.
Eran notables los arponeros,
el bengalí Tremal-Naik, Yañez de Gomera,
el maharato Kammammuri,
las malezas de un potrero del sur,
una ventana que avasalla y desvela.
(También la demagogia, el engaño,
se escribían en pupitres, en símbolos).
En esos años soñaba con Marianne,
la perla de Labuan. En esa edad
la alegría era un ala blanca en la plaza,
el júbilo albergando a los diablos rojos
al salir del infierno por un túnel,
el sauce que subía y flotaba en una isla,
o un eco desatendido, ausente.
Sin saberlo, un cielo abierto
- claro, húmedo, suspirado -
anunciaba el preludio del silencio.
Carlos Penelas
Buenos Aires, enero de 2020
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