De la nimiedad y otras fruslerías
"Lo más difícil de aprender en la vida es qué puente hay que cruzar
y qué puente hay que quemar"
Bertrand Russell
El ser humano parece no querer cambiar o teme enfrentarse a sí mismo. De otro modo: los cambios se realizan con una lentitud que enerva, desmoraliza. Parece ser que desde nuestro pasado - léase Formoso, Esteban VI, Mastro Titta o Pío V - el engaño, lo escandaloso y el fanatismo cubrieron la historia de leyendas, mitos y falsificaciones. En lo religioso, en lo político, en lo social, en lo ideológico. El poder vertical, con sus variantes, tiene su origen en el poder centralizado desde los faraones y más atrás. Luego es fácil, se sigue el mismo modelo con otras banderas. Ejemplos sobran: las quemas de brujas, el estalinismo, el nazismo, los movimientos populistas de izquierda o de derecha. Los que fueron detractores pueden convertirse en todo lo contrario. Y también lo opuesto. Se aplaude y se deja de aplaudir. Todo vale. El olvido y otras patrañas hacen el resto. Lo vemos con estupor, y no tanto, en Argentina.
¿Quién teme a Virgina Woolf?, de Edward Albee, cuando se estrenó en España en 1966, se anunciaba como “únicamente apta para espectadores de sólida formación”. La obra debutó en plena dictadura franquista. (En cine fue llevada en 1966 por Mike Nichols y protagonizada por Liz Taylor, Richard Burton, Sandy Dennos y George Segal. Inolvidable, desgarradora y trágica).
La obra de Albee, de corte naturalista, no pretende una enseñanza moral, trata el problema de la mentira, el derrumbe que se desencadena en un momento de una pareja – también de una sociedad – el significado de los sueños fallidos, el mundo de las derrotas, la impunidad, la hipocresía. En síntesis: lo que cada uno de nosotros vivimos de manera cotidiana y muchos se engañan, desconocen o prefieren seguir ocultando. Lo importante es figurar, el cuello blanco, la máscara. Disfrazarse de progresista o de plumero. La ofensa, el sarcasmo, la humillación cotidiana.
Es evidente que a Satanás no le conviene que desaparezca Dios. Si la divinidad se esfuma él no tiene sentido, él también desaparece. El poeta ataca la tiranía, no al tirano. El rebelde se levanta contra los excesos del poder. De lo contrario la rebeldía sería, paradójicamente, un homenaje a ese orden injusto. La insumisión, en muchos casos, es una querella íntima de la burguesía. El libertario reivindica la humanidad en cada uno de los seres, lucha porque se reconozca cada ser como parte constitutiva de la especie. De ahí que su rebelión es un proyecto universal. Esto, entre otras cosas, nos enseñó Camus. Muchos no quieren ni se atreven a ser libres, la gran mayoría. De ahí la farsa, la simulación. Un paraíso en el que no se cree, sea éste terrenal o celestial. Imposturas, teatralidad, escenografías frágiles. Pensar y escribir son actos, nunca forman parte de las ceremonias. Uno pone el cuerpo. Por eso miramos la historia como algo grotesco, entre la promiscuidad y la impotencia. Somos fragmentos errantes, desamparados en la sordera del mundo. Todo está ungido por la luz de la esperanza, por un pasatiempo anónimo, perverso.
Lo que es visible se lo ignora. O se lo modifica, no se lo interpreta. Por ignorancia, por imbecilidad, por mala fe. Intereses económicos, industrias, falta de formación, banalidad.
Nuestros pueblos llevan un chovinismo que da escalofrío. Masas de seres ciegos, sordos, necios y patrioteros. Imaginan la bandera como símbolo de una patria o nación, un himno como algo que nos unifica y nos hace sensatos, justos, inmortales. Y un equipo de fútbol donde lo circular rompe categorías, clases sociales, injusticias. El mundo hipócrita continúa con bombos, vinchas y platillos. Estimado lector, no soy un poeta de la devastación. En verdad, debo confesarlo, no sé quienes son mis lectores. Espero que tengan el espíritu abierto y puedan comprender.
Nuestro querido y admirado Sarkozy dijo hace años: “No soy un intelectual, soy alguien concreto”. Lo dice sin complejos, sin evocar a Descartes o a Sartre. Despreocupado, enamorado de Carla Bruni, lo veo en una fotografía junto a su amada en Egipto. Sobrevivimos en una sociedad donde se palpa la farándula, los bucaneros, la superficialidad. Todo se ha vuelto digesto, divertido, fugaz, sustituto. Las vacaciones, la telefonía celular, los empleos, la muerte. Todo es light, edulcorado, televisado. Nada es importante, nadie lee, nadie piensa. ¿Dios o Satán? Se degrada el lenguaje, el amor, la comunicación. Todo es telerealidad. Y el que no lo entienda así queda fosilizado. En nuestro país los ejemplos son cotidianos. Prefiero leer a Bocaccio o a Elliot.
Aquí políticos, intelectuales, empresarios, sindicalistas, lo hacen de modo exagerado, son obscenos. Nos terminan hastiando. A algunos…a todos no. Nuestra historia es un muestrario fascinante de delirios, marchas, imposturas, secuencias e incoherencias. Por eso me agrada Indiana Jones o el surrealismo. Como decía un poeta amigo "el realismo del sur".
Recuerdo un documental de hace años donde los investigadores de Johns Hopkins -gracias a la ingeniería genética- producen ratones esquizofrénicos. Se trata de ratones a los que se les ha inoculado el gen DISC1, el gen del sufrimiento humano. Por supuesto, hay otros temas: crímenes, violaciones, la vacuna rusa, las barras bravas, la droga, la impudicia de caballeros con honorabilidad, saqueos a pleno día, el delirio de un mundo con pandemia. Pero hoy me pareció saludable hablar de estas menudencias.
Carlos Penelas
Buenos Aires, febrero de 2021
¿Quién teme a Virgina Woolf?, de Edward Albee, cuando se estrenó en España en 1966, se anunciaba como “únicamente apta para espectadores de sólida formación”. La obra debutó en plena dictadura franquista. (En cine fue llevada en 1966 por Mike Nichols y protagonizada por Liz Taylor, Richard Burton, Sandy Dennos y George Segal. Inolvidable, desgarradora y trágica).
La obra de Albee, de corte naturalista, no pretende una enseñanza moral, trata el problema de la mentira, el derrumbe que se desencadena en un momento de una pareja – también de una sociedad – el significado de los sueños fallidos, el mundo de las derrotas, la impunidad, la hipocresía. En síntesis: lo que cada uno de nosotros vivimos de manera cotidiana y muchos se engañan, desconocen o prefieren seguir ocultando. Lo importante es figurar, el cuello blanco, la máscara. Disfrazarse de progresista o de plumero. La ofensa, el sarcasmo, la humillación cotidiana.
Es evidente que a Satanás no le conviene que desaparezca Dios. Si la divinidad se esfuma él no tiene sentido, él también desaparece. El poeta ataca la tiranía, no al tirano. El rebelde se levanta contra los excesos del poder. De lo contrario la rebeldía sería, paradójicamente, un homenaje a ese orden injusto. La insumisión, en muchos casos, es una querella íntima de la burguesía. El libertario reivindica la humanidad en cada uno de los seres, lucha porque se reconozca cada ser como parte constitutiva de la especie. De ahí que su rebelión es un proyecto universal. Esto, entre otras cosas, nos enseñó Camus. Muchos no quieren ni se atreven a ser libres, la gran mayoría. De ahí la farsa, la simulación. Un paraíso en el que no se cree, sea éste terrenal o celestial. Imposturas, teatralidad, escenografías frágiles. Pensar y escribir son actos, nunca forman parte de las ceremonias. Uno pone el cuerpo. Por eso miramos la historia como algo grotesco, entre la promiscuidad y la impotencia. Somos fragmentos errantes, desamparados en la sordera del mundo. Todo está ungido por la luz de la esperanza, por un pasatiempo anónimo, perverso.
Lo que es visible se lo ignora. O se lo modifica, no se lo interpreta. Por ignorancia, por imbecilidad, por mala fe. Intereses económicos, industrias, falta de formación, banalidad.
Nuestros pueblos llevan un chovinismo que da escalofrío. Masas de seres ciegos, sordos, necios y patrioteros. Imaginan la bandera como símbolo de una patria o nación, un himno como algo que nos unifica y nos hace sensatos, justos, inmortales. Y un equipo de fútbol donde lo circular rompe categorías, clases sociales, injusticias. El mundo hipócrita continúa con bombos, vinchas y platillos. Estimado lector, no soy un poeta de la devastación. En verdad, debo confesarlo, no sé quienes son mis lectores. Espero que tengan el espíritu abierto y puedan comprender.
Nuestro querido y admirado Sarkozy dijo hace años: “No soy un intelectual, soy alguien concreto”. Lo dice sin complejos, sin evocar a Descartes o a Sartre. Despreocupado, enamorado de Carla Bruni, lo veo en una fotografía junto a su amada en Egipto. Sobrevivimos en una sociedad donde se palpa la farándula, los bucaneros, la superficialidad. Todo se ha vuelto digesto, divertido, fugaz, sustituto. Las vacaciones, la telefonía celular, los empleos, la muerte. Todo es light, edulcorado, televisado. Nada es importante, nadie lee, nadie piensa. ¿Dios o Satán? Se degrada el lenguaje, el amor, la comunicación. Todo es telerealidad. Y el que no lo entienda así queda fosilizado. En nuestro país los ejemplos son cotidianos. Prefiero leer a Bocaccio o a Elliot.
Aquí políticos, intelectuales, empresarios, sindicalistas, lo hacen de modo exagerado, son obscenos. Nos terminan hastiando. A algunos…a todos no. Nuestra historia es un muestrario fascinante de delirios, marchas, imposturas, secuencias e incoherencias. Por eso me agrada Indiana Jones o el surrealismo. Como decía un poeta amigo "el realismo del sur".
Recuerdo un documental de hace años donde los investigadores de Johns Hopkins -gracias a la ingeniería genética- producen ratones esquizofrénicos. Se trata de ratones a los que se les ha inoculado el gen DISC1, el gen del sufrimiento humano. Por supuesto, hay otros temas: crímenes, violaciones, la vacuna rusa, las barras bravas, la droga, la impudicia de caballeros con honorabilidad, saqueos a pleno día, el delirio de un mundo con pandemia. Pero hoy me pareció saludable hablar de estas menudencias.
Carlos Penelas
Buenos Aires, febrero de 2021
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