Recordando a Wenceslao Fernández Flórez
Mencioné en más de una oportunidad – artículos, conferencias – que llevo en mi corazón la galleguidad. (Debo aclarar que escribo galleguidad en el sentido de Ramón Otero Pedrayo). Mis padres, mis tíos, algunos primos, eran gallegos. En ese ambiente crecí. Mi padre, que nació en Espenuca, cuidaba cabras desde los seis años, fue autodidacto. En Argentina trabajó en fábricas y mis abuelos – analfabetos - hombrearon bolsas en el puerto de Ingeniero White. Luego don Manuel conoció a obreros socialistas y anarquistas. Allí comenzó a admirar al Príncipe Pedro Kropotkin el gran humanista ruso – geógrafo, zoólogo, naturalista, teórico y pensador – que marcó con su ética a generaciones enteras.
Con los años lectura, teatro y música fueron formando su carácter. Las obras consistían en clásicos españoles del Siglo de Oro, Shakespeare, Nietzsche, Schopenhauer y autores como Unamuno, Machado, Azorín, Pío Baroja, Blasco Ibáñez, Maeztu, Américo Castro… Entre los nuestros Sarmiento, las Memorias del General Paz, Wilde. Esa pasión se la transmitió a sus hijos. Y a mi madre, doña María Manuela, a quién le enseñó a leer con dos niños pequeños. Mi padre no se casó por iglesia y tuvo cinco hijos. El que escribe estas líneas, el menor.
En mi hogar - donde se discutían dictaduras, demagogias, caudillos, persecuciones, exilios – siempre estaba La Coruña y una ética republicana. En el mapa, en el recorrido de su índice indicándome lugares, en la música, en su acento. Debo confesar que me enseñó la historia de España y la de Galicia antes que la Argentina. Desde la niñez escuché nombrar al padre Sarmiento, padre Feijoo, Pondal, Rosalía de Castro, Castelao, Valle-Inclán, Risco, Curros Enríquez…
Uno de los autores que solía aludir con amplia sonrisa era Wenceslao Fernández Flórez. Lo citaba con alegría, con mirada límpida. Roberto, mi hermano mayor, y mi hermana Raquel eran lectores incansables de sus páginas. Roberto fue el que un día me regaló Volvoreta. Tenía diecisiete años y sin más me ordenó que lo leyera. Luego aparecieron en mi joven biblioteca De Portería a portería, El hombre que compró un automóvil, Las siete columnas. Años después lo lírico, lo mágico, lo simbólico. Hablamos de El bosque animado. Imposible no recordar la versión cinematográfica de José Luis Cuerda de 1987.
Hace años estuve invitado a Coimbra para dictar una conferencia. Un lugar hermoso como son todas las ciudades o los pueblos de mi otra patria. La secretaria del ayuntamiento, a mí pedido, me llevó a Cecebre. Quería conocer la Fraga, recorrer parte de ella. El silencio, el clima, lo poético me inmovilizó. La espesura, la luz solar que no llegaba al suelo, la humedad y la temperatura constante… un sueño inimaginable. Quise llevarme de recuerdo una hoja, de las cientos que había sobre la tierra. La joven muchacha me señaló que no se podía llevar nada de allí, que era monumento natural, estaba protegido. Le pedí entonces que me sacase una fotografía con la hoja en la mano. Accedió. De todo el rollo de fotos que obtuve de aquella visita sólo una salió velada. Esa fotografía. Nada tenía que decir: era el bosque encantado. No pude visitar su Casa-Museo. Fernández Flórez había sido falangista y tenía orden de no llevarme allí. No quise discutir – suelo hacerlo y con vehemencia – pues el bosque lo fue todo en ese momento. Mi sensibilidad era extrema.
Más allá del humor, de su literatura con marcada preocupación moral tenía cierto pesimismo en torno al ser humano y a las sociedades. Para Fernández Flórez es la pasión lo que mueven las acciones humanas. Suele, además, ironizar sobre la hipocresía social. Bajo el aparente humor ofrece una visión desencantada del ser humano y de la sociedad.
Cierta crítica literaria contemporánea considera que hay un hilo conductor entre Cecebre y Macondo. Por lo fantástico, por lo discordante con el mundo natural. Su obra sigue la estructura de la narrativa tradicional pero fue pionero en el pensar con una mente abierta. Se comparó su estilo con el de Anatole France, reminiscencias de Stendhal y de Eça de Queiroz. Para Wenceslao el mundo cambia sólo en lo superficial, en lo anecdótico. Siempre, en su páginas, encontraremos ternura, talento, melancolía y, si se permite, cierto humor ácrata.
El periodista español Luis Prados escribió en Letras libres (2019) que “ Fernández Flórez advertía con su novela contra el idealismo libertario y él mismo bromea sobre la alegría con que los jefes socialistas celebran el fin de los pecados capitales. Pero es fácil percibir que también se mofaba del absolutismo tradicionalista y de cualquier utopía social futura como a la que podría conducir el delirio puritano de la corrección política”.
Detrás de su temple, de su comicidad basada en la distorsión de los hechos conlleva una intensión crítica; nos muestra una mirada pesimista del mundo y de la historia. Una ironía escéptica en una literatura que recomiendo leer.
Carlos Penelas
Buenos Aires, 1 de diciembre de 2021
En mi hogar - donde se discutían dictaduras, demagogias, caudillos, persecuciones, exilios – siempre estaba La Coruña y una ética republicana. En el mapa, en el recorrido de su índice indicándome lugares, en la música, en su acento. Debo confesar que me enseñó la historia de España y la de Galicia antes que la Argentina. Desde la niñez escuché nombrar al padre Sarmiento, padre Feijoo, Pondal, Rosalía de Castro, Castelao, Valle-Inclán, Risco, Curros Enríquez…
Uno de los autores que solía aludir con amplia sonrisa era Wenceslao Fernández Flórez. Lo citaba con alegría, con mirada límpida. Roberto, mi hermano mayor, y mi hermana Raquel eran lectores incansables de sus páginas. Roberto fue el que un día me regaló Volvoreta. Tenía diecisiete años y sin más me ordenó que lo leyera. Luego aparecieron en mi joven biblioteca De Portería a portería, El hombre que compró un automóvil, Las siete columnas. Años después lo lírico, lo mágico, lo simbólico. Hablamos de El bosque animado. Imposible no recordar la versión cinematográfica de José Luis Cuerda de 1987.
Hace años estuve invitado a Coimbra para dictar una conferencia. Un lugar hermoso como son todas las ciudades o los pueblos de mi otra patria. La secretaria del ayuntamiento, a mí pedido, me llevó a Cecebre. Quería conocer la Fraga, recorrer parte de ella. El silencio, el clima, lo poético me inmovilizó. La espesura, la luz solar que no llegaba al suelo, la humedad y la temperatura constante… un sueño inimaginable. Quise llevarme de recuerdo una hoja, de las cientos que había sobre la tierra. La joven muchacha me señaló que no se podía llevar nada de allí, que era monumento natural, estaba protegido. Le pedí entonces que me sacase una fotografía con la hoja en la mano. Accedió. De todo el rollo de fotos que obtuve de aquella visita sólo una salió velada. Esa fotografía. Nada tenía que decir: era el bosque encantado. No pude visitar su Casa-Museo. Fernández Flórez había sido falangista y tenía orden de no llevarme allí. No quise discutir – suelo hacerlo y con vehemencia – pues el bosque lo fue todo en ese momento. Mi sensibilidad era extrema.
Más allá del humor, de su literatura con marcada preocupación moral tenía cierto pesimismo en torno al ser humano y a las sociedades. Para Fernández Flórez es la pasión lo que mueven las acciones humanas. Suele, además, ironizar sobre la hipocresía social. Bajo el aparente humor ofrece una visión desencantada del ser humano y de la sociedad.
Cierta crítica literaria contemporánea considera que hay un hilo conductor entre Cecebre y Macondo. Por lo fantástico, por lo discordante con el mundo natural. Su obra sigue la estructura de la narrativa tradicional pero fue pionero en el pensar con una mente abierta. Se comparó su estilo con el de Anatole France, reminiscencias de Stendhal y de Eça de Queiroz. Para Wenceslao el mundo cambia sólo en lo superficial, en lo anecdótico. Siempre, en su páginas, encontraremos ternura, talento, melancolía y, si se permite, cierto humor ácrata.
El periodista español Luis Prados escribió en Letras libres (2019) que “ Fernández Flórez advertía con su novela contra el idealismo libertario y él mismo bromea sobre la alegría con que los jefes socialistas celebran el fin de los pecados capitales. Pero es fácil percibir que también se mofaba del absolutismo tradicionalista y de cualquier utopía social futura como a la que podría conducir el delirio puritano de la corrección política”.
Detrás de su temple, de su comicidad basada en la distorsión de los hechos conlleva una intensión crítica; nos muestra una mirada pesimista del mundo y de la historia. Una ironía escéptica en una literatura que recomiendo leer.
Carlos Penelas
Buenos Aires, 1 de diciembre de 2021
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