Sobre Siete poemas de Carlos Penelas, por Alejandro Drewes
Es un hecho recurrente el transcurrir de nuestra vida moderna en tiempos grises, de incesante violencia y de penuria del pensar y donde sobre todo por estas latitudes, hay que aguzar demasiado el oído para escuchar la voz de los pocos poetas.
Lejos de perderse en los habituales laberintos ideológicos y mucho menos en estériles experimentalismos al uso, Carlos Penelas sabe del andar sin extraviarse en el denso bosque poético, al amparo de la memoria y de la palabra de los maestros, cuya lámpara firme guía su pluma, desde los poetas-filósofos de la Hélade hasta Catulo y los poetas latinos; desde los poetas del Siglo de Oro español hasta sus maestros como Luis Franco o Ricardo Molinari.
En estos Siete poemas, el lector se enfrenta a un gran vate en su plena madurez, con la serena conciencia del arduo camino recorrido, de los amigos entrañables que han caído, del irreparable tiempo que pasa. Y hace balance y memoria, sopesando el sentido de lo vivido, el grave y lejano pozo que deja en el alma.
Desde el primer poema al séptimo y final, el gran motivo de la Amada atraviesa la tensa red de cada poema, en un lugar donde siempre atardece: donde ladran los perros negros de Horacio presintiendo la Noche.
Acaso el gran inicio del poema sexto:
…
Hubiera deseado recorrer tu cintura
mirando monumentos toscanos.
Contemplar juntos, por ejemplo,
la Fonte Gaia o el Baptisterio de Pisa
cuando tus ojos iluminaban la tarde.
Hubiera deseado ser tu amador
en el Castillo de San Olaf (…)
…
que trae alguna resonancia del clima de Sexto de Wilcock, resume de alguna manera esa nostalgia; la del paso del tiempo; la de estar siempre yéndose; la de la sombra de la Amada - tal como en ese otro inolvidable poema celta, The Unquiet Grave-.
El alma del poeta, heredero a su modo personal y único de los grandes bardos del Romanticismo, percibe y presiente el frío, la soledad definitiva perdida entre los libros en una tierra hostil y siempre extranjera.
En este soberano retablo de melancolía a lo Durero, hay, como en otros grandes momentos de la obra poética de Carlos Penelas, un lugar especial para el mundo entrañable de la patria gallega, del mito y de la fábula. Así en el poema intitulado significativamente Fábula, Penelas evoca los restos diurnos:
Anoche soñé con Pepa a Loba.
Llegó con rostro sereno
como un hechizo que es sombra y memoria.
Habló de Lueiro, evocó una estrella,
recordó el puñal alegórico, mítico.
Le pregunté por la Reina Lupa,
por la hija del Conde de Lemos
y la corona de hierro al rojo vivo.
También por un rey celta que recorrió mares,
epopeyas de arena, desventura. (…)
Con imágenes que nos llevan a contemplar las estrellas de un mar muy lejano, hechos de reyes que se hunden en la frontera borrosa entre la Historia y el mito. O, en palabras de Kierkegaard: “De te fabula narratur.”
Pues eso es: porque de ti, lector, de nosotros, habla la fábula. Y cada uno de estos poemas que transitan del tiempo a su propia forma de eternidad en la memoria.
Alejandro Drewes
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