Que morir vivo es última cordura
Quevedo
Los últimos años – hablamos de veinte – todo se aceleró. Una sociedad – salvamos por supuesto sectores, nichos, rincones – se fue convirtiendo en parte de la barbarie. Una sociedad que se empobreció en absolutamente todo: vestimenta, alimentación, cultura, empleo, estudio, ideales. Las decoraciones fueron cayendo poco a poco. Los chantajes se hicieron groseros, las moralinas cayeron en cada habitación. Las apelaciones resultaron día a día de una caradurez insólita. Lo pragmático, las insipideces, fueron cobrando fuerza en una sociedad que se hundía en un desguace fenomenal. Y la falta de criterio unido a las mutilaciones conformaron un argentino de colección. Cada acto fue enfático y lamentable. Vocabulario, situaciones pringosas, pactos mafiosos. De la pechera almidonada se pasó al tatuaje, la pornografía y la imbecilidad. El vecino se acostumbró a las entonaciones melodramáticas de una presidente, a matones sindicales, a caballeros cómplices y conversos, aggiornamento feminista, pobreza sin escalas. Una pobreza que hace temblar: en las calles, en las villas, en los barrios. Asaltos, robos, vejaciones, heridas, muertos, violaciones, crímenes. Y la invasión a Ucrania por el nuevo zar Putin. Y la cháchara, lo difuso, el chovinismo. Todo junto y más. Estas son partes de las imbecilidades o las miserias del poder. Y entró en cada hogar, en cada escuela, en cada club, en cada micro, en cada plaza, en cada bar, en cada estadio de fútbol. Lo vemos, lo sentimos, lo olemos. Y allí está lo cotidiano, la desolación, diputados, alcahuetes con los ojos en blanco, intendentes supuestamente macizos, claros, visionarios. Escruchantes con hombreras deshilachadas y putitas con medias Cervin.
Esto es parte del delirio nacional y popular. Y cada uno atiende su juego. No nos olvidemos que hay grandes torres, casino, bancos y restaurantes de lujo. (Otra vez, lector no se engañe, no mire la fachada, no escuche los susurros o los monólogos.) El país se fue convirtiendo en esta cosa difusa donde ladrones sin escrúpulos gozan de carnalidades – de una y de otra – de helicópteros, aviones y buena salud. Todo es versátil y patotero al mismo tiempo. Guiños, complicidades, mutaciones. Sin prolijidad, a lo bruto. Cretinos. Porque son ignorantes, son necios, son intelectualmente lamentables. No se miran al espejo, se sienten majestuosos. Decadentes, entonces. Destrezas circenses en medio de un lupanar. Sin sutileza, como las señoras aseñoradas de mi infancia. Caballeros: acá se zurcen testamentos y aberraciones sin el mínimo pudor. Entre bambalinas, tango y sainete. Tenemos, además, una izquierda cholula y precaria que marcha sin destino, escurridiza, impregnada de populismo del Tercer Mundo. Resumiendo: un poder tilingo para un pueblo tilingo. ¿Todo el pueblo? No. Hay gente de bien, hay cineastas, actores, intelectuales que siguen a pesar de todo. Como cientos de empleados o comerciantes o vecinos que anhelan otro país, otra sociedad. En ellos uno pone la esperanza para que en una o dos décadas se cambie un cuerpo enfermo. Hoy vivimos entre el Riachuelo y la Isla Maciel. El deslizamiento fue feroz, no escamotemos la realidad. Nada de lo que escribo en esta página es desproporcionado. Siempre rechacé los jadeos y prefiero eludir la pasión. Las estratagemas canónicas están a la vuelta de la esquina.
Carlos Penelas
Buenos Aires, abril de 2022