Juan Luis Morabes: un poeta excelso
Sofía Maffei fue la que me habló de Juan Luis Morabes en los años ochenta. Poco tiempo después -mi entrañable amigo y profesor- el poeta e investigador literario, Héctor Ciocchini, lo nombró con afecto. Con morosidad fui entrando en la obra poética de este fino creador entrerriano. En su mundo de nostalgias y simbologías, en su lúcida y cruel revelación. Y generamos una amistad intensa. Narciso Pousa habló de su poética. Lo hizo en El viaje (1960) y en Estrategias de las sombras (1984). Ambas publicaciones con el sello Carmina, las bellas ediciones que dirigía Madame Maffei.
Fue Pousa quien escribió: “Pocas poesías son capaces de asumir el tono, la imaginación profética, sin fatigas, como ésta de Morabes. Se trata, sin duda, de un creador envidiable. El tiempo lo ha enriquecido, y con él nos ha enriquecido a todos.” En una época de tanta precariedad intelectual, de creatividad mezquina y mediocridad crítica, es natural (y saludable) que la obra de Morabes sea casi desconocida. Además, la desobediencia que nos propone su mirada, esa clave de la intimidad y del exilio, jerarquizan aún más su sensibilidad. Mientras tanto, académicos y poetastros hacen de las suyas.
Era muy bello conversar con Juan Luis. Su fina ironía, su humor desgarrado, su mordacidad, se conjugaba con mi cosmovisión. Vino a casa con María Ester, su compañera protectora. Con Rocío los visitábamos a menudo en su domicilio, que por esas épocas era un hogar de beneficencia que logró conseguirles Sofía. No es lo que hoy se entiende por geriátrico, eran viviendas separadas, humildes y dignas construcciones. Antes había vivido en un departamento de un ambiente que un amigo le facilitó por años. En esa suerte de internado, cerca de Constitución, en su departamento conversábamos de literatura, de poesía, de la situación política. Era un ambiente modesto pero con obras de arte interesantes, entre los cuales un cuadro de Roberto González, que el plástico entrerriano le había obsequiado. Y una biblioteca con libros de filosofía y poesía.
Era muy bello conversar con Juan Luis. Su fina ironía, su humor desgarrado, su mordacidad, se conjugaba con mi cosmovisión. Vino a casa con María Ester, su compañera protectora. Con Rocío los visitábamos a menudo en su domicilio, que por esas épocas era un hogar de beneficencia que logró conseguirles Sofía. No es lo que hoy se entiende por geriátrico, eran viviendas separadas, humildes y dignas construcciones. Antes había vivido en un departamento de un ambiente que un amigo le facilitó por años. En esa suerte de internado, cerca de Constitución, en su departamento conversábamos de literatura, de poesía, de la situación política. Era un ambiente modesto pero con obras de arte interesantes, entre los cuales un cuadro de Roberto González, que el plástico entrerriano le había obsequiado. Y una biblioteca con libros de filosofía y poesía.
Morabes sufría de agorafobia. Por eso razón por lo general era yo quien iba a su casa. Cuando se sentía mejor y podía salir nos veíamos en un café. Hacia 1983, con el regreso de la democracia, tuve programas culturales en Radio Municipal y Radio Nacional. Lo lleve a una de mis audiciones, fue una entrevista espléndida.
Si bien su poética descubre territorios silenciosos, continentes inseguros, el sabor fascinante de la palabra y una suerte de encantamiento, la conversación con él era de una fineza única. Con muy pocos poetas pude mantener este tipo de diálogo profundo, exigente, inexorable. Quizás lo pude realizar con Molinari, Ciocchini, Sofía o el profesor Cowes. En esos encuentros surgía el refinamiento, la nitidez del lenguaje, las anécdotas que hacen pervivir el alma. Y siempre la imagen mesopotámica, la presencia de Juan L. Ortiz o la poética de Heidegger, la voz del río, los recuerdos de una infancia feliz. Era la hora sagrada del recuerdo, de la mirada lúcida, de la sonrisa afable. Y el humor, en muchas ocasiones, nacía con la referencia testimonial, con lo pudorosamente disimulado. “Los pájaros / y el laurel de Corinto. / Recordamos para olvidar”.
Evoco su habitación con verdadera ternura. María Ester y Juan Luis eran seres cálidos, acogedores, hospitalarios. La sonrisa y la generosidad los asistía. Nos complementábamos. Admiraba el anarquismo, la literatura griega, la literatura latina. Admiraba la naturaleza de su tierra natal, el río y sus playas, el vuelo de los pájaros, la libertad del ser. Lo filosófico estaba en él. Ninguno de los dos creía en Dios ni en el Estado. El arte como una entidad curativa, el calor de los mitos, el saber de la tierra. Consideraba el símbolo como un instrumento del conocimiento. La intuición y la conciencia donde la unidad se metamorfosea en la imagen. Los fantasmas también tienen primacía sobre la palabra, sobre lo que intentamos soñar y crear. Era una mente abierta, disciplinada en lo poético, riguroso en la estructura de lo que debe ser un poema, la precisión de un adjetivo. La brevedad, el silencio, el movimiento. Solemne y augusto.
Un poeta que señala otro destino en nuestra literatura. Sereno, equilibrado. “Me reclino bajo el sauce. / La sombra aletea en mi pecho / y el agua a mis pies.”
Carlos Penelas
Buenos Aires, noviembre de 2022
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