En torno a Hypnos
El mito no oculta nada
Roland Barthes
Todo creador sabe que, como Orfeo, no puede volverse hacia lo que ve. Está condenado a la mediación. En cierto sentido, a la mentira. El creador descubre la sociedad desde su fe, su error, su alejamiento, su intuición.
Una de las pasiones en mi infancia fue el ajedrez. Nombres como los de Ruy López de Segura, Philidor o Anderssen brotaron por aquellos días de mis labios. Y el de Sissa Ben Dahir, un brahmán quien aparentemente lo inventó para distraer el aburrimiento de un monarca soberbio. Lo jugué cotidianamente desde los cinco hasta los veinte años. Hasta ahora sigo pendiente de partidas, de problemas, de lecturas. El Libro de los juegos, del rey Alfonso X es un tesoro de la humanidad. Representa una síntesis de dos mundos en guerra, un momento crucial para la historia de la civilización. Cristianos y moros, dejan centenarias disputas para sentarse frente a un tablero y bucear en el universo fascinante de treinta y dos trebejos y sesenta y cuatro escaques. Debemos recordar que en la Escuela de Traductores de Toledo – centro de irradiación de la cultura arábigo-helénica – las obras clásicas pasaban del árabe al latín y de este a las lenguas romances. La tarea del rey Sabio fue gigantesca. De todos los juegos por él estudiados el ajedrez era el más noble. Establece la diferencia en piezas mayores y menores, la ubicación en el tablero y la descripción de cada pieza en particular. Pone un modelo de sociedad. El rey señor de la hueste; el alferza, los elefantes preparados para el combate; los roques que son los lanceros; los caballos, la caballería; los peones, la infantería. Se adelanta, además, a la creación de un modelo de piezas comunes para bajar costos y difundirlo. Esto se concretará en el siglo XIX con los juegos Staunton, de procedencia inglesa.
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En Espenuca, mis abuelos y mi padre se levantaban con el alba a trabajar la tierra de sus amos. No lejos de allí, en Rante, Ourense, mis otros abuelos hacían lo mismo. Veían el agua de los cántaros helados en invierno. Veían las lluvias, la nieve. Sentían lo indispensable: el huerto, los hijos, la leña de la lumbre. Miraban el cielo, la injusticia, la claridad traslúcida de la aldea. Contaban las cosas que sucedían en el reino: leyendas de pastores y de dioses, el rumor de la santa compaña, memorias de antepasados enterrados en barcas de piedra, batallas de honda y palo. Hablaban con mi padre de las cosas del sueño, de los secretos del universo. El abuelo Pedro sostenía: “La vida es bella. Y breve”. El abuelo Tomás creía en los ángeles, en el espejo secreto de la rama del árbol. Mi madre decía que debía casarme con una mujer que peinara su cabellera con peine de plata, que susurrara palabras cálidas al atardecer, que no pisara la tierra. Una mujer que besara la voz y el aire del amado.
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Soy un rapsoda, el príncipe del exilio que viene a recordar a sus abuelos, a sus padres, a esas vidas tan ricas en derrotas. A esos analfabetos y utópicos llenos de bondad, de candorosa esperanza, de misteriosa realidad.
La sensatez nos dice que las cosas de la Tierra bien poco existen, y que la verdadera realidad solo está en los sueños. (Charles Baudelaire, Los paraísos artificiales, 1860).
Carlos Penelas
Buenos Aires, 13 de junio de 2024
La sensatez nos dice que las cosas de la Tierra bien poco existen, y que la verdadera realidad solo está en los sueños. (Charles Baudelaire, Los paraísos artificiales, 1860).
Carlos Penelas
Buenos Aires, 13 de junio de 2024
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